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Luego fue que pisó el acelerador, suavemente. Y el atasco de la N-I desapareció, lejos. Y llegamos al puerto. A mi lado, las estribaciones del Guadarrama, sus crestas erguidas, envalentonadas. Miré la hora; La tarde se asfixiaba y el sol de junio, altanero, hería los pinares por las alturas.
Entorné los ojos. Diría que me quedé transpuesto. En la radio, qué se yo: una sordina de voces, una vicisitud laxa de músicas y noticias. Zarandeado y embotado por el sueño (el cuello de goma, flexible, jirafesco) tomamos un desvío, casi justo en la cumbre, para hacer una parada técnica, café en mano. Era una pequeña casa rural.
Allí Raquel, sentados fuera, al cobijo del alero y de fondo con el canturreo de los pajarillos, me habló del principio de Le Chatelier. Ella lo tenía bien claro. Me dijo:
– Cuando un sistema es sometido a una tensión, éste reaccionará con igual fuerza para compensarlo.
Sonreía maravillosamente mientras lo contaba, quizás por mi cara de tontuelo. Yo recordaba aquella ley, desvanecida en mi memoria, casi del Bachillerato. Pero ella es Química y entiende la realidad a través de estos conceptos. Lo tiene grabado a fuego.
Habíamos hablado del mismo tema muchas veces antes y ahora se repetía como un sacrificio al trasunto del viaje. Hablábamos de la transformación de la sociedad española: libertad de pensamiento y de expresión, tolerancia, pluralidad de modos de vida, solidaridad, modernidad y progreso, frente a los comportamientos recalcitrantes y como, sin saber porqué, otras voces se alzaban, nacidas de Dios sabe donde, contra esta corriente. Voces reaccionarias.
Le dije que me sorprendía su número, eran muchos, demasiados: y me producía pavor. Todo el esfuerzo de las pasadas décadas podía verse desperdiciado. Nuestro empeño democrático, puesto en peligro por este movimiento. Se rió como siempre que me pongo tan melodramático. Era el aire de la montaña, el relajo, que me produce esta posición tan cómica. Me dijo que no debía confundirme. La realidad era así y yo lo sabía. No podemos esperar que todos piensen igual. Es necesario. Aunque sean posturas desalentadoras.
También le dije que cómo habían permanecido en silencio cuando yo ya les creía trasnochados, agotados en su discurso. Y como entre muchas voces, se escuchaban gritos pasmosos de tiempos pasados, sea cual fuese su bando. Fanfarrias que atronaban.
– Ya lo sabes, es el principio. Quiero decir, el principio de Le Chatelier. Hemos digerido muchos cambios y es tiempo de manejar algunas compensaciones. Todos deben tener su voto. Hay que guardar un cierto equilibrio para continuar.
Asentí y vacié de un trago el café. La tarde caía, el sol lamiendo los geranios que se descolgaban tan hermosos por la ventana. Me columpié con satisfacción. Me dije:
– Buen trabajo éste, el de mi amigo Le Chatelier. Pues confiaremos.