2021 #nuestrahora #felizaño

Imperfectos en casi todo, hasta en eso de morirse, nos llega el 2021 con rabia, con ansias de decirle basta ya al sufrimiento, con la suficiencia de doblar una esquina y respirar aires renovados. ¡Quiero ver caras nuevas! Y le estrujo al tiempo un puñetazo y me ato la camisa y dejo otro paso detrás mío.

No sabemos que será. Si será un amante a quien abrazar o será otro saco de sal, si el sol lucirá en nuestros cumpleaños o dormiremos por entonces varios metros bajo tierra, o si los hijos serán tan altos como pinos y lograrán sacarnos de procesión para celebrarlo. Nada está escrito aún.

El destino es invocado con despecho, orgullo y necesidad. Si lo tememos, seremos devorados. Si lo alabamos, nos tomarán por pusilánimes. Quisiéramos viajar lejos y escapar de su albur, pongamos, por ejemplo, a Marte, y preguntarnos por los que se fueron y revocar su angustia, y su recuerdo. Pero en Marte solo hay hielos y desiertos tan fríos…

Por eso vivimos en el aquí y en el ahora. Dejaremos nuestra mano impregnada en tiza como lo hicieron los que estuvieron en las cuevas del Paleolítico. Es la misma aventura. Antes de salir se juntaban y dibujaban, luego salían con las lanzas y cazaban los bisontes. Las mismas estrellas les observaban. Sombras de tiempo, claro, pero este es el nuestro, ¡nuestra hora! y toca estrujarla hasta los tuétanos.  

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La Navidad de George Bailey #FelizNavidad2020

Música: Arturo Diez 
Finalmente la vida no es ganar ni perder… sino saber vivirla…

Solo cuando George Bailey estaba a punto de arrojarse al río para dejarse arrastrar y morir entre sus gélidas aguas, su ángel se le apareció y se lanzó a la corriente por él; era aún un ángel de segunda clase, es decir, uno de esos sin alas, y poco pudo hacer más que improvisar aquel salto al vacío para evitar la catástrofe y que George acabara así con su vida.

Sin plan preciso aquel ángel tenía clara su misión: recuperar el alma del soñador, de aquel gran hombre, este George Bailey, buena persona sin paliativos y en mayúsculas, y que sin embargo ahora la suerte de su destino le buscaba poner a prueba. Había dedicado su vida a su familia y a su trabajo, y aquel año tan cruel le estaba arruinando todo. Por quien luchó, por todo lo que amó, ¡todo! se había esfumado o estaba desmoronándose en la UCI del hospital. George Bailey contempló al gordinflón asustado, al angelote en el río, pataleando e intentando simular con descaro algún rudimento lamentable de natación para llamar su atención. Y fuese que esto conmoviera a George y le distrajera del trance que le congelaba las entrañas y le hiciera olvidar el dolor que sentía; fuese que aquel brinco del ángel le descolocó e invocara su enorme humanidad siempre dispuesta a ayudar; y fuese que George apartó de su lado el terrible acto que pensaba cometer consigo mismo segundos antes… que decidiera lanzarse al río sin pensarlo y así atravesar aquellos veinte metros de luz del puente con el mejor ejercicio de técnica que supo, y llegar a tiempo para arrancar al ángel de entre las aguas.

Ya en tierra, ambos tiritaban y se frotaban el uno al otro para no quedar aturdidos.
―¿Es…tá usted lo…co?¿Qué ha su…cedido? ―preguntó George aun castañeteando mientras miraba a su alrededor queriendo encontrar ayuda.
El ángel se reía. No de burla, pues eran puros nervios por su inexperiencia, era la primera vez que salvaba un alma en peligro y temblaba de la emoción contenida al haber logrado este propósito.
Y George Bailey se levantó calado hasta los tuétanos, apretando los dientes, y sentía que la rabia le renacía con aquellos pesares que le habían llevado hasta el puente. Mientras, balbuceaba y decía con enfado:
―¿Cómo se le ocurre hacer esto?¡Y en Nochebuena!¿No le espera nadie para cenar!
El ángel hizo un gesto para que George le ayudara a levantarse. Solo entonces George se sorprendió al ver a un hombre tan particular, barbas infinitamente largas y mal arregladas, con aquella ropa que más parecía una sarta de harapos, una especie de mortaja mugrienta. Al darse cuenta el ángel soltó una sonora carcajada y se disculpó así:
―Los ángeles sin alas vestimos con esta facha, lo siento. Cosas de la muerte. Así me enterraron, tenían prisa. Quisiera cuando las gane, quiero decir, mis alas, tener uno de esos trajecitos de brillantina, uno de esos blancos. Algo tipo pop o tipo trap, yo creo que le llaman así en esta época, uno de gala que le sentará bien a mi tipín. ―y lo decía mientras apretaba su generosa barrigota y se palmoteaba.
George hizo como que no le escuchase y buscó su móvil, pero se dio cuenta que lo había perdido.
El ángel continuó y rebuscó palabras de consuelo:
George Bailey, este ha sido un mal año para ti. Muchos se han ido. Nada será como antes. Tenemos esas heridas y otras más que vendrán ―y engoló la voz para dar impacto a su discurso―. Quiero que sepas que he venido a ayudarte.
George al escuchar comenzó a alejarse de aquel hombre tan particular y para ello sacudía su cabeza, seguramente negando, quizás también, pensando que el frío y la angustia le estuvieran volviendo majareta.
―George Bailey, no estás loco… te lo aseguro.

George salió corriendo y tras él, el ángel. Llegó al parque, alcanzó el parking y rebuscó en su abrigo. Vio su coche, lo había dejado bien aparcado, había pensado que nunca más volvería allí. Abrió la puerta, entró dentro, arrancó el motor y dejó que la calefacción actuase. Con la vista clavada en el fondo del parking repasó la lista de catástrofes y los rostros de los que faltaban en su vida. Era Nochebuena, pero… ¿qué importaba ya? Bien podría ser martes o cualquier otro día… su vida detenida… acaso él valiera nada más que para pagar su mar de deudas y dejar saldada la hipoteca de la casa… y se dejó llevar por un mar de lágrimas… ácidas y corrosivas… hasta que sintió que en el asiento trasero unos ojillos le observaban. Eran los de su ángel que le habían seguido hasta allí.
―George Bailey…
El ángel, bien mirado, también sabía de lo que se hablaba. Hubo de soportar una Gran Guerra y después una gripe que hizo estragos y que finalmente le mató. Los que entregaron a sus hijos al fuego de los cañones de la guerra y luego los que la sobrevivieron, los que marcharon otra vez al frente y se salvaron pero que hubieron de enterrar luego a sus seres queridos cuando la maldita enfermedad hizo el resto. Aquel ángel fue uno de ellos. Uno de los caídos.
―George Bailey… sé lo que te pasa por la cabeza.
El ángel no era de peroratas ni de sermones. Fue siempre un granjero práctico que miraba al cielo y rezaba por su familia. Y tenía claras sus instrucciones, salvar a George Bailey, al hombre casado, buen padre, buen hijo, gran soporte para la comunidad en la que aportaba su mejor talento con su pequeña empresa. Porque almas como aquellas serían necesarias para el nuevo renacer.
―Valgo más muerto que vivo ―lloriqueaba George―. Quisiera no haber nacido.

El ángel suspiró. Tantas veces había sentido aquello en vida. ¡Tantas otras habían sido sus esfuerzos tan vanos y fútiles como el florecer de cualquiera de sus almendros en febrero, ese que no trajo después cosecha alguna! Pero tenía una idea y le dijo a George:
―Vale, tienes razón, hagámoslo. Hagamos que no hayas nacido, y demos una vuelta para ver que habría sucedido entonces.

Hubo un silencio. Dicen que cuando los hay es porque un ángel pasa a nuestro lado, aunque en esta ocasión se oyeron muy lejos unas campanadas y luego el silencio continuó retumbando por un rato indefinido. George cerró los ojos de puro abatimiento y cuando los abrió el día amanecía y la luz despuntaba al día de Navidad de 2020.
Arrancó instintivamente y se puso a circular muy lentamente con su vehículo, confuso todavía. El ángel había marchado, y la cencellada se desparramaba por la ciudad. La niebla lo envolvía todo. Lo primero que hizo fue dirigirse al área del Hospital Universitario. Pero la ciudad era muy diferente, mucho más pequeña, mal asfaltada, las aceras parcialmente construidas y las casas bien diferentes a las que él había conocido hacía horas antes, ahora más feas y maltratadas. Pero cuando llegó al hospital… fue su sorpresa mayor… pues allí no había nada. Salió fuera del coche, preguntó a un tipo que le miró sorprendido, no comprendía la pregunta. Lo más parecido que tenían era un denominado Centro de Emergencia donde se hacinaban los enfermos. Le dio indicaciones para llegar.
George llegó y encontró un espectáculo horrible. La gente esperaba sin orden y dentro había camas y camas repletas de enfermos. No había apenas médicos y los que había no portaban ningún equipamiento de protección y carecían de medios. Nadie hacía caso de nadie. Al rato por fin encontró a su madre, arramblada en una esquina, sin ningún tipo de soporte vital y sola, él la había dejado en la UCI la noche anterior… pero aquello era mil veces peor de lo que habría esperado. Un enfermero le explicó que no se podría hacer mucho más por los enfermos de aquella área, carecían de alternativas, de cualquier medicina…tan solo podrían sedarles. Pero como aquella mujer ni siquiera era su madre, pues George no había nacido en esta nueva realidad, cuando quiso acercarse para consolarla no se lo impidieron y le empujaron fuera entre gritos desesperados:
―¡Mamá!

Casi a punto de desmayarse unos brazos le recogieron, eran los de su ángel, que lo supo llevar al coche casi a rastras. George le dio indicaciones para que fueran a su casa familiar, quería ver con rapidez a su mujer a sus hijos.
―Ayer me enfadé con ellos. No hacen más que molestarme…
―Son pequeños, y ellos y tu mujer te necesitan… ―respondió el ángel lo más dulce que pudo.
El ángel como buen ángel pronto se hizo con el volante y guiado por un instinto mágico e inexplicable supo guiar a George a la que hubo sido hasta el día anterior su casa familiar. George la reconoció malamente porque era aún el viejo caserón familiar que heredó su mujer y que habían prácticamente reconstruido cuando se fueron a vivir. Allí estaba, tal cual debía había ser sido en sus orígenes o mucho peor, pues el tiempo de su no-existencia lo había deteriorado impíamente, sin ningún tipo de renovación o mejora. George atravesó un pequeño jardín reseco con restos de bolsas y otros desperdicios y llamó al timbre. Siendo la hora que era de la mañana tardó en aparecer una mujer, ¡su esposa!, que se asomó por la ventana, con bastante mal aspecto. Lo gritaba para que se fuera y no le reconocía.
―¿Qué la ha pasado? ―se giró George con la cara desencajada para preguntar al ángel.
―Creo que nunca se casó, o si lo hizo creo que no debió durar la pareja o quizás el amor se agotase pronto. Tuvo hijos, aunque ellos no quieren vivir más con ella. No es que sea mala madre. Sucede que no ha tenido a la persona correcta… cerca. Eso está terminando con sus últimas esperanzas.

La ventana se cerró y George se quedó mirando la casa derrengada esperando que algo cambiase. No sucedió nada. Sintió la mano del ángel barrigón que le empujaba al coche, pues aún tenían otra parada en su extraño viaje de Navidad.
Condujeron por autopistas mal equipadas. Todo el mundo era mucho más pobre. No podría ser la enfermedad responsable de todo aquello. Cuando llegaron al polígono industrial aún quedaba gente en sus puestos y algunas luces iluminaban los rótulos. En Navidad no se trabajaba… pero se sorprendió por el trasiego.
―¿No paran la fábricas hoy?¡Yo nunca lo hubiera permitido!
Respondió el ángel:
―No te equivoques, los tiempos ahora son distintos en esta otra realidad en la que no existes. No es solo tú negocio, a todos les pasa lo mismo. Se cierne también una grave crisis… pero ahora es mucho peor… no es solo la enfermedad lo que mata, es el hambre y la falta de recursos para enfrentarse. Muchos no tenían trabajo y ahora el resto se quedan sin él… las ayudas llegan tarde y…
―¿Pero no tienen planes?¿No van a hacer nada? ―preguntó George Bailey.
George, tú les faltas. Y otros tantos como tú también se sienten débiles y tomaron decisiones parecidas como la que has tomado tú anoche y decidieron saltar del barco de la responsabilidad y de seguro que han dicho a sus respectivos ángeles salvadores que no quieren haber nacido. Todos ellos faltan, no están y su obra no ha existido. Tanta gente necesaria que no hay tendrá de seguro sus consecuencias…¿no te parece a ti?

George salió del coche atormentado. Dio un porrazo a la puerta. En ángel se atusó la barba, esperaba que aquello no se le fuera de las manos. Se recompuso la mortaja y acompañó a George hasta llegar a sus oficinas.
La empresa de George estaba en condiciones deplorables. Fea, sucia, para nada era la bonita empresa de innovación y negocios digitales, la niña mimada de las aspiraciones de George… era un chiringuito ridículo. Quizás ni tan siquiera se dedicase a lo mismo… o al menos había cartelones con productos que llamaron a George la atención por su abandono y falta de atractivo. Subió las escaleras y llegó a la gran sala de reuniones, y al fondo, su despacho. Se abrió justamente en aquel momento y apareció que hubiera sido su socio y su amigo, aunque evidentemente tampoco le reconoció.
―¿Cómo ha entrado aquí?¿Quién es usted?¿Qué quiere?
Estaba mucho más viejo y desaliñado. No era la enfermedad, que seguro también se cebase en su familia, era que… sin George, aquel sueño que habían tenido de jóvenes… ya no había existido y aquello no era sino un mal trance, una vida sin sentido y mal representada. Juntos, en equipo, eran invencibles, pero él solo… aquel proyecto no conducía a ningún lugar… sus ideas solas no habían tenido éxito alguno.
Salió corriendo, el ángel se disculpó levemente del que debiera haber sido su socio y persiguió a George escaleras abajo. Se escuchó un golpe sordo. Al alcanzarle, la sangre del ángel se le heló y un grito se escapó de su garganta. George había resbalado en su huida, había caído y había rodado. Su cuerpo yacía inerme justo a sus pies.

Dicen que cada Navidad debiera ser un punto y aparte en nuestros enfrentamientos. Una oportunidad para salir del río de la incomprensión y de los conflictos que nos acechan. Cueste lo que cueste.
Aquella Navidad del 2020 fue realmente especial porque nuestro angelote gordinflón, aquella alma que vagaba buscando sus alas, amortajado y enterrado en cualquier fosa común, muerto por la gripe española hacía cosa de un siglo, encontró finalmente la misión que habría de valerle su gran premio y deseo.

Cuando George despertó lo hizo en una cama de hospital. Su mujer le sonrió al verle abrir los ojos (no se había separado ni un instante de él) y pronto vinieron sus hijos y le besaron. Lamentaba tanto haberles reñido y haber sido tan gruñón con todos ellos. Le reconfortó enormemente sentir su abrazo, se lo quería decir y ellos le tapaban los labios y le explicaban que no pasaba nada, que se habían cargo de sus preocupaciones. A George le dolía terriblemente la cabeza. La tenía vendada, le dijeron que la fractura no parecía preocupante, que se había caído de las escaleras de su oficina. Uno no puede quedarse hasta tan tarde en Nochebuena. Su socio le había encontrado sin sentido. Si no se hubiera preocupado le habrían hallado muerto y desangrado el día de Navidad. En el hospital había pasado un par de días en un extraño trance, gimoteando sin parar y como hablando con alguien más. El despertar era el mejor síntoma, todo iría bien. Eso sí, debería tener reposo, aunque le dijeron que podría volver a casa antes de fin de año.
Por la ventana de la habitación pudo reconocer la misma ciudad de siempre, activa y vital, ocupada en resolver su tránsito y superar la pandemia. Como si no hubiera cambiado nada.

Por la tarde apareció el socio, en realidad su mejor amigo. Venía acompañado de uno de los trabajadores. Habían llegado en la empresa a un importante pacto. Todos se apretarían el cinturón y sacarían adelante los proyectos y buscarían otros nuevos. Pero nada se cerraría, nadie perdería su empleo, aquella pandemia y la crisis no podrían con ellos. Porque hasta ese momento George había acompañado a todos ellos y se había sacrificado, conocía a cada una de sus familias y sus necesidades, había sido comprensivo y respetuoso con sus todos problemas. Y el mejor regalo de aquella Navidad sería permanecer juntos. De esta manera llegaría tiempos mejores.

George se quedó solo la habitación. Pasaron las horas, y con el final de la tarde vino la penumbra. Seguía confuso, seguía sin saber si era Navidad o el día posterior a ella, y sentía un dolor no ya físico, sino emocional.
Fue entonces cuando aquel hombre, el angelote que lo había acompañado se materializó a su lado. No llevaba el sudario sino un deslumbrante y hortera traje de lentejuelas que brillaba sobremanera. De su espalda sobresalían unas hermosas alas, alas de ángel redentor de primera clase, y las batía al compás de un ridículo paso de baile. El angelote se apretó la barriga, hizo un giro para mostrar su atuendo al completo y se acercó a George para decirle al oído:
―Bueno, amigo. ¿Qué te parece?
George asintió y sonrió. Fue una tímida sonrisa, pero lo fue sin duda, y respiro hondo pues hacía tiempo que no sentía aquella paz en su interior.
―Se me olvidaba. Al salir del río, cuando me salvaste, encontré esto. Es tuyo… toma.
Y el ángel le entregó su móvil. E hizo un leve gesto de despedida mientras comenzaba a desvanecerse.


George ya tenía su móvil entre las manos. Y parecía que aún funcionaba. De repente la pantalla se iluminó, le entraba una llamada, y ponía «mamá». George descolgó y detrás escuchó la voz de la enfermera de la UCI. No querían que se preocupase, porque… ella también había despertado aquella misma mañana. Los milagros son así, hay veces que se dan a pares. Es maravilloso. Luego escuchó la vocecita de ella, y aunque cansada y un tanto apagada, todos esperaban se recuperase pronto.


La vida es esto. No hay batallas que se ganan o se pierden por completo y es nuestro deber estar al cañón, hacerlas nuestras día a día. Porque los demás nos necesitan… no podemos fallarnos los unos a los otros.
George Bailey aprendió que la Navidad puede llegar todos los días si pensamos así. Tan solo tendría que seguir siendo lo que había sido hasta entonces: una buena persona.


Este fue su regalo y éste espero que lo sea de todos vosotros al compartirlo.


¡Feliz Navidad a todos, amigos!

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La epifanía de la #vacuna

En los tiempos del fin de los tiempos, en el tiempo de las despedidas entre cristales de las residencias, en el tiempo countdown, aquel que nos hizo naufragar como sociedades, el que nos hizo mirar a los relojes atómicos y descubrir que nuestro fin no provendría tan solo de sus misiles, un tiempo tan asimétricamente paritario, el tiempo de las cacofonías de los pueblos que no se escuchan.

El tiempo de las colas del hambre, de las cifras que nos invitaban a no salir de casa, también el tiempo ese cuando los barquitos (por llamarlos así) cruzaban mares y la gente se moría a cien metros de las playas mientras los turistas tomaban daikiris y los saludaban. El tiempo de las ideologías y de los algoritmos, de los gobiernos conquistados por las agendas repletas de promesas que no dan de comer pero que ocupan el tiempo de las bocas.

Hay ideas que sirven de tijera, ideas que taladran el suelo y buscan petróleo, que construyen muros, que nos obligan a hablar en otros idiomas. Al virus le importaba un pito todo esto, porque su mecanismo de reloj tic-tac carece de una ética superior que le impida no más que perpetuarse, como si el leopardo hubiera de crear un Comité Ministerial para dilucidar cuál gacela sería sacrificada primero.

Las ideas del hombre mueven al mundo… pero otras muchas veces lo detienen en seco por codicia, egoísmo e incomprensión. Será cosa de las fronteras, de los trámites, del dinero, del bienestar que yo disfruto y que otros muchos miles de millones miran por la ventana.

En los tiempos del fin del tiempo llegará la vacuna del COVID aunque no de la deshumanización. No tenemos aún la vacuna de la impiedad y del desorden interesado, del odio que sigue fluyendo y transitando por las puertas de los países, del odio que desangra a nuestros hijos, y por esto nuestros científicos duermen desconsolados y nuestros doctores llenan las UCIs con su dolor.

Pero siempre un paso es un paso.

¡Larga vida a la vacuna del COVID! Y que no sea la única vacuna de nuestra epifanía.

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Lo nunca dicho #lovepandemia #lascigüeñasemigran

Cigüeña rumbo a África

Alguna vez te quise decir

-y no pude-

que los caminos son largos para el amor

cuando no llega.

 

Es la semilla del mundo.

La hilera infinita de hormigas trepadoras de rosales,

esa luz que busco y no encuentro.

 

Cuando lleguen los tiempos del gallo

ese que cacarea

el que escupe

el que se mofa de la paloma arrepentida:

Allí estaré yo para zaherirle.

 

Soy la cigüeña con la pata herida

aquella que emigraba a África

buscando cobijo,

la que vomitaba de madrugada y se clavaba agujas

en las patitas.

Aquella que cruzaba el estrecho con el corazón

fijo y congelado por las luces del

Norte.

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LOVE-PANDEMIA

I

Separados por el dolor
por la distancia
tan corta
tan larga

dijiste que volverías a verme
cada noche

hasta que tuviera fuerzas de volar solo.

Separados por un silencio
tan breve
tan opaco
te aposentabas en mis sueños

y los desmoronabas dulcemente
para reconstruirme.

II

Hay un cartelón de mi corazón que pone:
«se troca tristeza».

Será la lluvia de minerales que nacen por los ojos…
pero
veo tu luz
que asemeja el hilo incandescente…

III

Love-Pandemia, corren tiempos de duelos, lo dicen así.
¿No?
Hoy me separé de ti y descabalgo el reloj para que
regreses a casa.

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#141díasteletrabajando en #COVID

Siempre enfoco en las vídeos la visión contraria a ésta que veis

Ya casi no recuerdo ni el primer día. El 11 de Marzo escribía mi primer post desde el encierro y la nube con inmensas esperanzas. Hoy han pasado 141 días y aquí sigo. Hemos aprendido bastante, cómo es un trabajo full time online, cómo vivir como nunca antes codo con codo con nuestras familias: y estamos a salvo, por el momento, ¡afortunadamente! si bien esta línea de seguridad es frágil. Explico a mis amigos que la irrealidad se ha apoderado de muchas de nuestras relaciones sociales. Hablamos constantemente del COVID como si un fantasma fuera a asaltar nuestras casas. No me siento engañado por nadie, ni por los políticos o los mass media, puesto que básicamente pocos o ninguno tienen una visión clara de los próximos tiempos. Únicamente juegan sus cartas, y creo que no son para nada buenas, acaso un tanto emborronadas
Solo sé que estamos en manos de los científicos. En los laboratorios la vacuna, bien sea europea, norteamericana y china, avanza. Hoy el Ministros de Sanidad ha dicho que una vacuna segura estará en el primer semestre del 2021… pues vale, ahora estamos en plena canícula, ola de calor, pensando fundamentalmente en las vacaciones, en desconectar y recoger fuerzas. No importa lo que hagamos en este mes que viene. Eso sí, hay que descansar.
Somos buceadores de simas abisales, somos astronautas que viajan a parajes remotos. Somos halcones. Pero hasta la leona más valiente deberá darse un respiro si quiere guardar la manada.

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Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos. Tempora mutantur, et nos mutamur in illis. #COVID19 #Día41


Leer nos alimenta.

Hoy es el día del libro.


Encerrados, compartimos hoy miles de mensajes en libros que han inspirado nuestras primeras lecturas. Fueron libros de aventuras, «La isla del tesoro» de Robert Louis Stevenson. Libros de viajes, «De la Tierra a la Luna» de Julio Verne. Libros de guerras inexistentes que terriblemente se nos representan en el ahora, «La guerra de los mundos», de H.G. Wells. Hubo mundos fascinantes por vivir encerrados en libros, «La historia interminable» de Michael Ende y otros porque discurrieron en mundos lejanos, «Dune» de Frank Herbert. También, y debo mencionar la poesía y los mundos frágiles y sobrios de Machado en «Campos de Castilla». ¿Qué sería yo sin estas palabras y sus mundos?


Que cada cual escoja las suyas; que estos días de enclaustramiento nos permitan reencontrarnos con nuestros mundos; que ellas recojan nuestras preguntas y nos muestren un camino.

Hoy es el día 42 de mi encierro.

Por cierto, permitidme que también hoy Gabriel les explique las suyas, que nos cuente su vida y la visión de nuestro mundo, este siglo XXI en mi novela, 2051. Allí se dice en un momento dado: «Tempora mutantur, et nos mutamur in illis». Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos.

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«Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado» #COVID19 #día32 #2051

El año 2020 había sido planificado para ser un gran año. Durante el otoño de 2019 en Madrid se reunieron los países más avanzados para pactar el que sería el definitivo encuentro de sostenibilidad global. El vaticinio estaba conjurado: había que dar pasos rápidos, acelerar el ritmo de lo que llamaron la descarbonización, el abandono de los combustibles fósiles, o de lo contrario el planeta divergiría en una especie de camino sin retorno, una suerte de distopía con los polos derretidos y la lluvia ácida aniquilando todos los bosques. Aquello sonaba retador, desafiante… pero ¿quién demonios apretaría el freno de mano de sus industrias?¿Quién detendría el progreso aduciendo el fin de la humanidad?¿Quién daría un paso adelante y decidiría cambiar el timón del mundo? Muchos temían que aquello discutido en aquella conferencia no fuese sino una pose, un mar de buenismo, una excusa para viajar a Madrid e irse de tapas. China, India… junto a los ciertos países asiáticos que eran fábricas del otro medio disentían de bastantes de las medidas; y también EE.UU. y todo aquel que tuviera algo que perder en aquella suerte de pactos y armisticios al sistema económico. Nadie quiere dejar de ser rico, nadie quiere cambiar su estilo de vida, ceder la mano a un potencial rival o dar aliento al débil. Además, los europeos tenían otros problemas que por entonces (¡miopes!) les parecían más acuciantes: lo llamaron Brexit, por ejemplo. Europa se desgajaba en aquel hermoso ocaso de las sociedades avanzadas, sociedades que vieron colmados sus derechos. Que transitaron a populismos porque sus democracias ya los aburrían. Era la joputa «Europa de los mercaderes», así muchos la llamaban, la que se contorsionaba en una Babel de lenguas, en un sinfín de privilegios y micro-parcelas. Era la Europa que hacía de sus fronteras una excusa y una bandera, la egoísta y vieja Europa que recibía los cayucos de Argelia o de Libia, la que era asaltada por aquellos jóvenes de piel color marfil a los que la vida no les significaba mucho. Era la Europa que gesticulaba en el Comité de Seguridad de la ONU y que mientras disparaba a los inmigrantes cuando transitaban por Hungría, la que dejaba morir a niños en la playa de Lesbos, la que vendía a Turquía los cuerpos de aquellos que fundaron la civilización occidental, en Siria, casi cinco mil años antes, y que ahora huían con el pavor y el odio de las ideas irreconciliables.
El año 2020 debería haber sido un gran año, muchos lo pronosticaron. El año de las Olimpiadas de Tokio, las más tecnológicas, con el tren bala, por ejemplo. El año del fin de las tensiones entre EE.UU. y China. El año del lanzamiento del nuevo iphone.
Y sin embargo… el que fue llamado COVID-19 llegó para trastocarlo todo. Para asentar un dramático golpe al denominado progreso universal. Muchos dijeron que era la última arma biológica y se excusaron para señalar con más ahínco a su enemigo. Unos decían que quizás hubiera sido creado por China y en un incomprensible proyecto de automutilación experimentaron con la ciudad de Wuhan para ser luego los primeros en recuperarse. Otros, generalmente aquellos enfrentados a los anteriores, creyeron ver en el COVID-19 otro VIH, la neopandemia pero que esta vez machacaría a los viejos. Lo cierto es que fue este el año de la gran reclusión, la primera y quizás por eso la más odiada y recordada. Muchos vieron en aquella reclusión una última salvaguarda de sus privilegios. Los pobres no disponían de aquello tan siquiera y tuvieron que capear el temporal en sus barriadas, en sus infraviviendas, entre el mar de plástico, acianos, enterrados sin tan siquiera el reconocimiento de haber caído enfermos. Tan solo los ricos tenían la oportunidad a contar sus muertos.
Samuel G. y Gabriel también lo vivieron en sus carnes, aunque sin referentes previos. Sus familias no habían visto ninguna guerra anterior, al menos no habían participado directamente de ellas. Los años del hambre, de la precariedad, habían quedado muy lejos ya, y la España autárquica y franquista vivía reducida a los libros de historia y a manifestaciones de somnolientos y nostálgicos.
¿Qué aprendieron los chicos durante aquellos meses? Muchos años después se lo recordaría Benjamin a Gabriel a colación de la cernida tragedia de los «outros», la que derrumbó la humanidad de mediados del siglo XXI. Porque muchos fueron los que quisieron ver en la Gran Pandemia del 2020 un mundo en tránsito al nuevo milenio. Un mundo que perseguía una oportunidad de cambio. Quizás, esencialmente a un mundo mejor. La redención a todos los males, de la Amazonía prendida en llamas, de la soberbia y de la avaricia, de la celeridad de una sociedad que se consumía y consumía sin ningún propósito… salvo su afán masturbador. Años después, cuando «outros» llenaron las calles mediado el siglo XXI, Benjamin llamaría a Gabriel y le diría que ambas tragedias tenían su punto en común, y le recordaría que si bien el mundo se armó de buenos deseos «post-pandemia», nada de todo aquello se tomaría en serio, cuando se tocó el silbato y todos abandonaron la seguridad de sus huras y en manada, fueron lobos o hienas con fuerzas renovadas. Enterraron los muertos y no quedó nada de ellos salvo plaquitas doradas, y una generación de viejos que se fue directamente a la tumba.
En realidad, si quisiéramos recordar las vidas de Gabriel o del Samuel en la Gran Pandemia, ellos eran por aquel entonces unos jovenzuelos terriblemente optimistas, pues era éste su primer año universitario. Ellos empezaron a cursar una misteriosa y nueva titulación de nombre un tanto rimbombante, «Neural Engineering», gestada por aquella organización tan particular, la Fundación y a la que deberían tanto en los momentos sucesivos; vivían así, alejados del drama de las calles vacías y de las casas ocupadas por el miedo. Se les propuso a ellos, como medida excepcional, que mantuvieran el confinamiento en los laboratorios de la Fundación y ellos creyeron ver en todo aquello una suerte de acampada infinita. Tal era su curiosidad, inabarcable, ardiente, les faltaban horas del día para recabar información sobre computación cuántica aplicada a interfaces cerebrales, por ejemplo. Sin embargo, Benjamin, el tercero de los amigos, había quedado fuera, desterrado del sueño de sus otros dos compañeros. Sería el primer paso de la fractura que luego acontecería en sus vidas ya fuera del internado. Benjamin no tenía alma de científico ni de ingeniero, no se sentía con suficientes fuerzas para cambiar el mundo. Por aquel entonces mantenía una lucha salvaje por encontrarse. Por observar y definirse.
¿Y a qué se dedicarían ellos durante ese tiempo de reclusión? En principio a nada y a todo. Fuera, el mundo se encontraba detenido, Benjamin se lo explicaba a Gabriel. La naturaleza retomando cada uno de los rincones de la ciudad. Jabalíes circulando por las aceras. Aquella primavera el silencio se apoderó de las ciudades. Las empresas pararon, la economía se detuvo. La gente salía a aplaudir todos los días a las ocho y buscaba esperanzas en las palabras de sus vecinos.
Ni Samuel G. ni Gabriel entendían nada. El primero, sabedor de aquella oportunidad irrepetible, y de que no podía dejar escapar su escaso tiempo. El segundo que vivía en una especie de confinamiento interior. La enfermedad era un concepto ajeno para Gabriel. Feliz de poder dedicar toda su vida a sus propios pensamientos, deseando aprender de todas aquellas tecnologías que parecían prometer la vida eterna y la memoria perpetuada.
Benjamin hablaba casi todos los días con sus amigos por videoconferencia; eran charlas largas, sentados a mesa cenaban remotamente, se enseñaban vídeos y enlaces, hablaban de mujeres. En una de aquellas charlas, Benjamin les confesó que no había podido soportarlo y que había violado finalmente la reclusión impuesta por el estado de alerta. Fue la noche anterior y quizás por eso exhibía un aspecto especialmente cansado y lamentable: marchó a una fiesta prohibida, dijo, una de esas que se organizaban en algún cobertizo retirado de cualquier polígono industrial. Como no tenía coche había pedido prestada una bicicleta de carreras y había esquivado, aún no sabía cómo, al ejército y sus controles.
En la fiesta conoció a personas que le decían que el final de los tiempos estaba cerca. Bebían y cantaban, muchos de ellos eran jóvenes y no pensaban sino gozar de sus cuerpos. Quizás no se tomasen lo suficientemente en serio la amenaza de la pandemia o tal vez entrevieran un futuro gris. Uno de ellos era una morena tetuda que parecía haberse tomado varias copas de más. Decía que no era un tema de secta alguna, que mira cómo habían caído todos los países, unos detrás de otros. Benjamin asentía aparentemente interesado… aunque en realidad solo quería llevársela a la cama. Ella había hablado con otra amiga suya y le planteaba el mismo dilema: ¿Por qué todos los países han llegado tarde en este dislate de confinamiento?¿No será que todo dilataron las medidas «a drede»?
A Samuel G. le apasionaba pensar que detrás de todo aquello existiese un grupo animado por fines oscuros. Benjamin se enfadaba con aquellas afirmaciones y tosía compulsivamente. A lo mejor él también se encontraba enfermo, pensaba Gabriel sin atrever a confesar aquel horrible barrunto de su buen amigo, en una extraña desconexión con el mundo exterior, en una apatía no premeditada hacia las calamidades… no era que Gabriel se considerase inmunizado… ni que perteneciera a una especie disjunta… era una mezcla terrible de ignorancia y puerilidad que contrastaba con su brillante intelecto.
Benjamin les enseñó esta foto a sus amigos:

Madre migrante, fotografía de Dorothea Lange (1936)

―Bueno, no tiene nada de particular ―explicó Samuel―. Es la famosa Madre Migrante de Dorothea Lange. Creo que fue tomada aproximadamente en 1936. Es la foto por antonomasia de la «Gran Depresión».
―¡Qué resabiado y qué tonto eres a un mismo tiempo! ―le respondió Benjamin.
Todos rieron.
―¿Sabes por qué os la enseño?
Se hizo un silencio.
―Es el símbolo extremo de los tiempos. Esta madre se llamaba Florence. No recibió ni un centavo por su imagen, a pesar de que su foto encabezase todos los diarios al día siguiente para demostrar la pobreza y la desesperación por alimentar a sus siete hijos. Una cautivadora imagen que no aporta ni un ápice de piedad al mundo. Es la estética y el temblor enfocadas en un momento… y punto. Creo que lo mismo puede estar pasándonos con esta Gran Pandemia, y lo peor, me temo, que creo que después se repita de nuevo. Que no queramos aprender nada. Que solo seamos fundamentalmente hijos de nuestro pasado… y no padres de nuestro porvenir.

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Todos los ríos van al mar, pero el mar no se desborda #COVID19 #Día21

¡Cómo florece la salvia!

Día 21 del gran experimento, de nuestro encierro familiar que ha dado pie al encierro global. Hoy ha tocado reunión de equipo. Nuestro presidente, Pallete, nos ha reunido, somos más de 14 mil personas conectadas en Workplace. Fascinante la cifra: casi el 95% de la compañía teletrabaja ahora globalmente. Hemos dado el gran salto a marchas forzadas. Siento que pensamos un poco más en formato colmena. Él dice “Somos una parte fundamental a la solución de la pandemia” y “nos toca reinventarnos”. Y no son meras palabras.


Porque junto al silencio del drama de los muertos, hoy han sido más de 900 en España, llega de seguro un escenario donde la parte emocional es importante; ayer asistí a un seminario que organizaba Ubbiquo  sobre Quantum Mindset, dirigido a todo el mundo hispanohablante, y aprendí que un aspecto importante es la actitud que tomemos. Está actitud orientada a alejar el miedo, evitar que nos paralice, una mentalidad orientada a que nuestra mente racional construya y dirija objetivos de prosperidad. Y que lo importante y la fuerza proviene de nuestro interior.
¿Qué nos depara el futuro? Nadie lo sabe, y justamente eso es, tenemos que aprender a vivir con estas incertidumbres a diario. Nuestro destino es niebla, que se difumina al acercarnos.


Las carestías materiales son justamente eso, solo carestías materiales. Es tiempo de prioridades, de saber que lo importante serán las personas.
Este es mi dicho de hoy: “Todos los ríos van al mar, pero el mar no se desborda”. Quiero decir con esto que todas nuestras voluntades serán la suma del nuevo mar infinito. Todos los ríos son necesarios, todos somos necesarios, algunos seremos chicos y breves, otros inmensos y llenos de meandros, pero cualesquiera que nos consideremos, el agua aportado, es todo él necesario para la vida.


Mirad la foto cada vez más florida de nuestro patio.

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Serán el objetivo que organice y mida lo mejor de nuestras energías y capacidades #COVID19 #Día16

Las flores se atisban ya en la salvia

Día 16. Los “Moonshot” son por definición desafíos que movilizan a todo un pueblo en pos de una gran misión. Lo hizo Kennedy en el Rice Stadium, en septiembre de 1962 y dijo algo así como “hemos elegido ir a la Luna como hacemos otras (grandes) cosas… no porque ellas sean fáciles sino difíciles, sino porque serán el objetivo que organice y mida lo mejor de nuestras energías y capacidades, porque este reto es uno que estamos obligados a aceptar, uno que no podemos postponer”.


En aquel momento imagino que muchos se hicieron preguntas y dudaron: ¿Era Kennedy un lerdo, un temerario, un alocado que arrojó a una de las mayores naciones, con toda su riqueza y capacidad tecnológica, a un sin sentido? ¿Era Kennedy un optimista mal informado que desconocía las últimas consecuencias de sus palabras?¿Un político torticero que jugaba con el dinero de otros?¿Era un manipulador de masas?


Las décadas y la historia han pasado y creo que todos estamos de acuerdo en la grandeza de la gesta. En sus beneficiosas consecuencias.
Hoy quiero escribir de “Moonshots”. Tenemos delante uno. Uno que moviliza todos nuestros recursos humanos, técnicos y económicos. Uno que cambiará la faz del planeta. Mira por donde no se trataba de un nuevo viaje, un salto a Marte o a las estrellas. Por el contrario, es un viaje hacia nuestro interior, el mayor confinamiento de la humanidad. Habremos entrado simios y espero que al salir, despertemos de esta hibernación para convivir en un Antropoceno renovado y más justo.


Tengo fe ciega. No ya por nuestros viejos líderes, que transitan su propia metamorfosis, que se pensaban que la sociedad precisaba de su mediocre relato como si no tuviéramos otra cosa que hacer. Tengo fe ciega. En la pequeña gente, aquella que es anónima pero que construye ladrillo a ladrillo los grandes sueños. La que tiene un marcado sentido de responsabilidad y da un paso firme, inclusive desde la reclusión de sus casas. Nuestras casas donde nos refugiamos, donde esperamos y desesperamos por la llamada de los que nos quieren. Nuestras casas, que las sentimos tan vacías si alguien falta.


Esta sociedad que despierta de un letargo de valores, esta sociedad egoísta, cruel e infiel ahora tiene por delante este “Moonshot”. Nuevos líderes se forjarán, su nuevo crisol y el acero fundido por el dolor de los que ahora sufren, del crujido de los goznes de la puerta que se abre. Ojalá sepan reconocer los tiempos, ojalá no desaprovechemos el desafío.

Nuestra civilización lleva dejando rastro escrito por 7.000 años. ¿será este una especie de renovado Diluvio donde dejemos fuera aquella sociedad insolidaria?¿Quién se ateve a ser el nuevo Noe y cómo construiremos una nueva Arca donde quepamos todos?

El tiempo lo dirá…, y mientras, acabemos con esta pandemia… y sigamos el camino.

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