>La máxima recompensa

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En las viejas ollas de mi madre se cocinaron tantos platos que no cabría lista o libro redactado para contener la minuta. Kilos y kilos de puerros, alubias, lentejas, arrobas de garbanzos, incontables cuencos de sal gorda o fina junto a mares de granos de pimienta.

Canturreaba coplas de la Piquer, mientras removía los pucheros con el ojito bien pegado al borboteo del agua. Mi madre fue siempre una mujer paciente: supo deslindar sus largas horas junto al cocido… casi la misma perseverancia del agricultor, que día a día miraba al cielo por si las nubes trajesen pedrisco.

Siempre me pregunté de donde sacaba aquellas ocultas habilidades; estirando las sobras para reclutar los platos del día siguiente, en pertinaz y fecunda lucha con los precios de la plaza, hubo cargado (literalmente, arrastrado) toneladas de viandas a los fogones de la cocina para así remedar nuestros gustos antojados de infantes.

De ella aprendí muchas cosas: que la gula es pecado, aunque también lo sería dejar restos de comida en el plato.

Recuerdo que fue la cocina un coto vedado al desaliento. Me sentaba en lo alto de la silla de fornica, las patas cromadas y espigadas, mis piececitos colgando, y me atolondraban sus movimientos dirigidos para la disección precisa del pollo, la mondadura de la patata, o tal vez, el rebanado preciso de la cebolla.

Cuando los fuegos bullían ocupados por las frituras, cocimientos y guisos, mi madre se detenía y descansaba. Entonces me miraba y asentía con la cabeza, enarbolando una inmensa sonrisa, como quien se regocija de la lección bien enseñada.

Entonces tomaba un gran tazón de leche y se detenía a compartirlo conmigo. Sentados en la inmensa mesa que dividía nuestra humilde cocina, me contaba luego noticias sobre mi padre, lejos, tan lejos en la mar (pues fue marino mercante), y será por esto que aquellos vapores y humos de lumbre siempre los asocié con tierras lejanas, a los océanos y mares del Índico. Y aunque los platos que nos preparó durante aquellos largos años no fueron ni exóticos ni sofisticados, siempre me pregunté, cuando tiempo después hube visitado aquellos parajes remotos, por qué las playas paradisíacas no tenían aquel regusto a cazuela de bonito. Y por qué en los puertos de la Patagonia, las vacas mugían desconsoladas, ajenas al aroma de su propio estofado. Y por qué las naranjas de California no sabían a la base de bizcocho de las tartas de los domingos.

Mi primer mundo fue descubierto por las manos cocineras de mi madre.

Y ahora que he envejecido y mi madre marchó hace tiempo, cuando vuelvo a casa tras abandonar la oficina o después tras un presuroso y hastiante peregrinaje comercial, cuelgo los bártulos para navegar así por las perolas y sartenes de mi cocina. Todo suena a rito renovado: La bruja de Macbeth conjuró los espíritus en su caldero. Yo convoco los míos: las lágrimas de la cebolla, el sofrito, los medallones de merluza… todo tiene su lugar, el lugar de las cosas importantes; mis sueños se concilian, mi torpe realidad externa deja de preocuparme un ratito.

Sé que pronto cocinaré para mi hijo. Desearía trasmitir con fidelidad las enseñanzas de mi madre. Cuando sus manitas tropiecen con la cuchara guiada hacia su diminuta boca abierta, habré comprendido el fin de la sonrisa de mama. Ella hubo aprendido de la abuela que los guisos de la cocina guardan el amor más entregado y nutricio: el amor que no espera otra recompensa.
Aquellos guisos dejaron grabada la lección en mi corazón. Y si luego rememoro las recetas (y las ojeo, apuntadas a los márgenes del librillo que me regalase al marchar de casa), las dictaré en voz baja, imaginando como ella misma condimentaría pacientemente los platos de su nieto, el nieto que habrá de continuarnos con voz renovada de familia.

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