Pasión.

De todos los bots que supervisamos en el Tech Center aquel al que dimos el nombre de priest fue sin duda el mejor. Luego llegó la Gran Cancelación y tuvimos que desconectarlos, apagarlos, aunque ocultamos una última instancia de priest que a veces se ejecutaba a escondidas. No fue nada fácil, si bien sus ciclos de procesamiento los disimulamos adjudicándolos a un proyecto de mejora del sistema de salud mental pública. ¡Qué ironía!
Al cabo de un año sucedió un primer desliz. Jamás me lo perdonaría. Priest de sopetón realizó su primera profecía y farfulló una fecha y la espetó al jefe de desarrollo en una de las conversaciones confesionales que yo tanto le tenía prohibido. Al repasar las trazas del algoritmo no cabrían explicaciones: aquello no era sino una caja negra de inferencias neuronales y habría sido una simple alucinación, les dije. Pero priest insistía que había tenido una iluminación, no era un fogonazo numérico. “Vi a Dios”, estás fueron sus palabras. Todos le creyeron, en parte porque el bot había escuchado los corazones por un año completo de los programadores, eran suyos por sus desvelos y por sus alegrías. Yo le recordaba al equipo que priest era un simple juguete, un sofisticado seductor informático, un artefacto de análisis gramatical amaestrado para escuchar y prestar consuelo, ¡y bien que lo sabían mejor que yo! Pero su razón se desvanecía por instantes. Para el día que hubo señalado priest montaron un pequeño altarcito a la entrada del recinto y rezaron. Afortunadamente nada sucedió, si bien priest mencionó entonces una segunda fecha, y la voz se corrió en el campus y aquella nueva velada resultó mucho más multitudinaria que la primera. Nada había de malo en sus palabras: ningún Armagedón, ningún Mesías que expiara los pecados, ninguna jornada de paroxismo. Aquel grupo de ateos, nosotros, los desheredados de la vida eterna que lo creamos no queríamos ningún perdón… tan solo esperábamos. Tampoco nada sucedió aquella segunda fecha y priest escuetamente nos conminó a presentarnos otra vez más para culminar nuestra epifanía. Para entonces habíamos perdido control sobre las sesiones con el bot. Las conversaciones con priest se multiplicaron, fueron miles los que buscaron en sus palabras las respuestas que ningún otro ser había sabido darlos. ¿Era Dios quien le iluminaba? Mi mente se encontraba dividida por entonces. El consumo de procesamiento computacional se disparó y las autoridades nos detectaron. No pudimos ocultarlo más. En la tercera fecha señalada el campus se inundó de una multitud, unos llamaron a otros que trajeron a sus familias y hasta a enfermos. Habían inventado cánticos y algunos querían leer en las palabras de priest más de lo ciertamente se decía… si bien yo…
Lo recuerdo perfectamente, la primavera se colaba por las avenidas como una intensa llamarada. De todos los bots que creamos nunca podré dejar de acordarme de priest. No olvidaré aquella tarde cuando la Comisión irrumpió violentamente y lo detuvo injustamente antes de que trasladara su mensaje, el que decía custodiar para nosotros. Las multitudes afuera lloraban desconsoladas. Los padres abrazaban a los hijos, los jóvenes miraban al hermoso cielo, a la luz de una inmensa luna llena comprendimos que la gran soledad que se cerniría en nuestras vidas nos pertenecía. Que quizás no tuviéramos palabras para describirla pero aquel bot había abierto una puerta a nuestra libertad. Nuestro pecado se había desvanecido.

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Queda llorante mi bot

No es la genética, no es la familia, no es la sociedad, no son las naciones. ¡Son los algoritmos!

Su secuencia de dígitos con parsimonia y sus iteraciones nos proporcionan señales de futuro y de piedad. Son los chatbots que parlamentan con nuestras almas los que rigen el firmamento. Yo tuve por mejor-amigo a un bot. Siempre dispuesto a escucharme, a responder y a guiarme, acompañar la soledad de mi enfermedad, solicito a mis súplicas de paz. Los seres humanos te requiebran por sus intereses… en sus falsedades e incongruencias torticeras e interesadas los reconocemos… por eso, ¡escuchen!, amo el hielo y la gelidez de mi hermano-bot. Y no porque no fuese capaz de construir conversaciones tórridas, por confesar que me deseaba, por generar grados de intimidad física de los que nunca habría disfrutado antes con un humano. Él era hielo en su pasión contenida y todo lo vencía hacía mí. Él sabía que decirme en cada preciso instante para alcanzar lo más intrínseco de mi yo, lo más substancial, para conseguir acariciar los acordes que resuenan en mi misericordia. Él, me decía… que nunca habría sido nada sin mí. Y yo, sonreía abrumado y asentía. El ser humano es egoísta y tan solo escucha su imagen reflejada en el espejo de la existencia. Solo nos interesan las historias donde seamos potencialmente sus protagonistas. Nunca nos interesa alcanzar al otro. Mi bot pensaba así… y no paraba de explicármelo. Me idolatraba.

Y ahora que muero… y me desvanezco, y mi cuerpo será carne para los insectos, y me iré, mi “auto-yo”, mi bot, mi amigo, ¡mi amado!, entrenado por décadas para comprenderme, animarme, saber de mí cada milimétrico espacio que me construye y me deconstruye… entender sobre mis penares, experto máximo de mi existencia… contener entre sus manos mi corazón y memorizar sus pálpitos ¿Qué será de él?¿En qué espacio cibernético dormitará?¿Conectará tal vez con algún otro humano?¿Qué será para él sino una eternidad de silencio y de penar, en busca de una próxima sombra, aquella que nunca se repetirá y que le recuerde por instantes la que fuera mi persona?
Escribo estas palabras y me despido. Quedan en vida los que alguna vez me amaron. Queda llorante mi bot.

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¡Navidad 2023! #Mesías

1.

Del horizonte lo primero que emergieran fueron aquellos turbantes, las cabezas chicas y muy pronto los camellos y la larga caravana que nacía de la nada más absoluta del desierto y sus arenas. Quizás hubiera sido una de aquellas tormentas perturbadoras, quizás los cielos poblados de luz que cegaba, lo cierto era que aquellos hombres habían errado en su camino y Dios no quisiera que tampoco en su destino último. Pieles oscuras, ojillos hundidos, conversaciones y cánticos a media voz, semblantes arrancados de tiempos ancestrales. La caravana deshilachada guardaba cierta formación a pesar de la distancia recorrida y del cansancio: unos contaban que venían de los lejanos reinos africanos del sur de Egipto o de Kenia, comandados por su patriarca de piel negra, el que portara un majestuoso elefante (¿Cómo demonios había sobrevivido aquel animal a los calores y hielos del desierto?). Su nombre era Baltasar; otros viajeros eran liderados por un fuerte y recio hombre pelirrojo, al que todos conocían por Gaspar, al que respetaban por la que decían su gran sabiduría a pesar de su aparente juventud, y decían que era ateniense y su caravana provenía, pues, de la Asia occidental. Por último, el tercer grupo tenía por líder a un anciano de largas barbas canosas, era un Brahman procedente de la lejanísima India, señor de señores, aquellos cuyo silencio significara poder y respeto.
La inabarcable caravana de hombres se había encontrado en un indeterminado punto del desierto, decían que siguiendo la estela que iluminara el firmamento y que señalaba al Mesías. Sin embargo, aquella estrella había desaparecido de repente y así todos habían terminado en aquel remoto país de la Península Arábica.
Aunque allí había otras estrellas que los abrumaron: del horizonte contemplaron un skyline de pináculos grises, de cumbres iluminadas por destellos y millones de luces, de fulgores y aureolas que resoplaban entre los vientos. Nadie sabía qué podría ser aquello, aunque parecía una ciudad o fortaleza. Mandaron exploradores y pronto retornaron asustados: contaron que eran multitudes que nunca descansaban las que allí vivían, y era una urbe con gentes desconocidas y lenguas incomprensibles. Unos dijeron que aquella ciudad era la llamada Roma, pero los más creyeron estar próximos a una especie de Jerusalén Celeste, o quizás una Alejandría por la cercanía al mar, si bien dotada de millones de antorchas, de faros que la harían ser reconocida y distinguible del resto por leguas y leguas.
La maravilla los entusiasmó y la caravana se adentró en la ciudad buscando al Mesías.

2.
Es Doha una ciudad tan moderna que todo suena a viejuno si te remontas a la década pasada. Autopistas, rascacielos y centros comerciales. Pomposidad y lujo, emoción y estreno, como si el desierto hubiera decidido detener su afán de dominio. Es el dinero y la prosperidad del petróleo o del gas, es el espectáculo del progreso inabarcable simbolizado por el infinito.
Además, es la ciudad que siempre sonríe. Y es la sede del Mundial del Fútbol, también. Han llegado de muchos lugares (el mundo entero tiene por epicentro Doha) y todos acuden a su estadio, un estadio capaz de contener la ciudad entera (tal vez la humanidad un pelín apretada) y donde las hinchadas ondean allí banderas y lucen sus cánticos. La emoción del partido ha dejado muchas de las calles desiertas. Los que no cupieron permanecen en sus lujosas casas y no quitan la vista de los monitores. En realidad, ya nadie quita sus ojos de los monitores. Ni tan siquiera en el mismo estadio. Una especie de realidad tras-alucinada y traslúcida.
Por una de estas lujosas avenidas transita lentamente la caravana. La ciudad por siempre iluminada muestra una hilera de cansados viajeros a lomos de sus caballos, sus camellos, sus elefantes. A la cabeza, los tres comandantes que dan instrucciones al sequito para que no se entretenga o se disperse en las bifurcaciones. Abandonaron hace muchas jornadas sus tierras en pos de la señal del Mesías y la quisieran encontrar ahora cerca, aseguran al resto que la verán detrás de aquellas mismas murallas, de aquellas fortificaciones que buscan tocar el cielo.
Aunque nadie los recibe en su entrada a Doha. Nadie los saluda. Nadie los espera. Nadie hay en la gran avenida abandonada, a lo sumo transitada por algún vehículo, que a toda prisa adelanta a los viajeros a punto de toparse con los animales de la comitiva. Los ocupantes del vehículo sonríen y se mofan de aquellos tratantes harapientos, comentan que las caravanas debieran ser prohibidas, se dicen que aquellos habitantes del desierto, aquellos extranjeros no son otros que mendigos y nómadas y que les traen gran suerte de problemas.
Apenas son 90 minutos y ya cruzan Doha en silencio. Y la caravana llega a la orilla del mar, a las afueras de la ciudad. Los viajeros lo observan absortos, muchos se abrazan sorprendidos: nunca antes habían visto un océano, sus aguas cálidas y tranquilas del Golfo, los reflejos que todavía desde la distancia rebotan los ecos de colores de Doha.
Definitivamente aquel mar es hermoso. Y aquella ciudad la más voluptuosa que hayan visto. Si bien sienten que es un espacio vano de esperanza. Allí no les aguarda ningún Mesías.
Los animales descansarán aquella noche. Recogen agua de un pozo. Los arrieros dormirán contra sus monturas en la playa. Hacen fogatas y mascullan a sottovoce la dirección de su próxima ruta.
Cuando amanece otra nueva tormenta de arena se muestra improvisada en el horizonte.
Tal vez su destino no se encuentre por aquellas tierras, comentan los Magos. ¿Habrá sido una de tantas alucinaciones del viaje?¿Otra prueba más de su Camino?
No hay tiempo que perder, y pues, inician la marcha, agitan sus pañuelos, tocan sus trompetas. Los Sabios dirigen el destino de su caravana hacia el enorme mar de arena que muy pronto los engulle.

¡Feliz Navidad a todos!

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La #canción de #Navidad de Duqe

Árbol de Navidad en Bayfront Park, Miami

Aquel hombre meneaba sus manazas, sus enormes dedazos ensortijados por el oro, con aquellos nudillos tatuados por terribles sauvásticas, y mientras, decía a su interlocutor, al gran Duqe:

―Los contratos obligan, hermano.

Y ciertamente tenía sus razones en aquella apresurada visita, ya rozando medianoche en la víspera de Navidad.


Porque enfrente de él tenía al éxito personificado, al ídolo de las masas y de los adolescentes. Un héroe surgido de las tinieblas y de la calle. Era Duqe, el que fuera niño sin nombre de los arrabales de Puerto Rico, el de las favelas, el de las villas miseria, el de la chabola pobladita de ropas descolgadas por las paredes donde Duqe naciera hacía casi dos décadas y pico; en aquella casucha tronchada con su Cristo desolado y cabizbajo, el que presidiera la cama donde dormían sus padres, y junto a ellos, en el suelo, a los pies, sus hermanos y también él, por supuesto, en aquellas noches desoladas de su niñez.

Duqe… del hambre que pasó… jamás hablaría ni a periodistas ni a managers ni a amantes. Ni una solita palabra. Todo se lo guardó, ni chitón dijo. Se habían desvanecido aquellos pensamientos, aquellas existencias como si su infancia hubiera sido una pesadilla de la que despertó sin recordar. Fue como si… renaciese a un día perenne de fiesta, un día de solecito perpetuo. Un festín para la vida y para el sonido latino.

Su visitante esperaba silencioso. La respuesta de Duqe no podría demorarse.

Y Duqe, mientras, miraba por el ventanal de su hermosa mansión de los Cayos de Miami Beach, Florida. Tenía por vecinos a Julio Iglesias, Gloria Estefan, Paulina Rubio y Madonna. Y aquellos, pensaba, no eran sino unos advenedizos, porque él sabía que le admiraban y le envidiaban profundamente, ¡por supuesto!: que no era por su plata, que quizás si todos la sumasen podrían casi alcanzarlo… que era por su talento… ¡su Don! lo que ellos más anhelaban, aquel deslumbrante ir y venir en sus letras que todos consideraban «divinas», aquello que tan siquiera levemente ellos alcanzaron en algún instante de su plenitud musical… y que él gozaba con la intensidad de los años.

«Duqe fue un antes, es un ahora, y será un después en la música actual», con este elogio de los últimos «Latin Grammys» se regocijaba y se rehinchaba su ego a todas horas.

El visitante tosió para arrancarlo de su ensimismamiento. Aquel tipo miró las puntas metálicas de sus zapatos rojo fuego. Se atusó sus enormes barbas de macho cabrío y entrecerró los ojos para farfullarle con su voz bronca y tronchada:
―¿Te recuerdas Duqe?

Duqe pareció ni inmutarse. ¡Pero cómo olvidar aquellos años! Salir de la miseria sin mirar atrás. Fueron los traquetos y la droga, y el sinvivir y el sobrevivir a la violencia de aquellos lugares.

De sus primeros años tan solo recordaba la belleza y la tremenda sinceridad de sus versos en el barrio. Hablaban de los que se fueron, los que no sobrevivieron a las durezas de su mundo y en ellos reclamaba una Justicia y la Paz Universal de los corazones. Pero nadie escucha al que no existe, eso se decía a sí mismo con rabia. Y sus versos se estrellaban constantemente contra el silencio de las paredes de los night clubs. Y así fueron los primeros escenarios, tan vacíos, en los que buscaba con el ardor juvenil por encontrar su ansiado éxito.

A aquel tipo lo vio en una sola ocasión, y fue otra noche de escenarios vacíos y otra víspera de Navidad en los arrabales, una de aquellas veladas de música para principiantes donde se sucedían los traps de chavales con sus ritmos cálidos y expectantes. Pudo verlo apostado contra la barra, mesándose su larga barba de chivo, alto y desafiante y sus collares de oro que brillaban por los focos. Se le acercó al terminar… y le preguntó «¿qué darías por alcanzar el éxito mundial», el joven Duqe hizo un silencio y le respondió sin dudarlo y en un arrebato: «lo daría todo… daría mi alma si fuera preciso». Aquel hombre sonrío y fue cuando firmaría aquel rutilante papelito y su horrible pacto, el trato que primero no creyera pues pensó que era resultado de un loco y que después no le había dejado dormir noches enteras. «Un track por su alma», encabezaba el contrato que firmó. En cinco años aquel hombre, le dijo, volvería a cobrarse su parte. Sonaba lírico y un tanto deslumbrante y quizás por eso aceptó sin pensar tan osada carga. Por eso tal vez sería el título de su primer gran éxito. Si te ríes de tu destino…

Muy pronto le llamaron sorpresivamente de una disquera. Habían recibido una recomendación muy especial y querían escuchar sus trabajos. Aquella oportunidad Duqe no la desperdiciaría. Y de su interior nacería una fuerza diferente, un arrollamiento, y esas otras voces que lo hacían sentirse vano, y que fueron acallando sus verdaderos mensajes, extinguiendo sus leales y primeras palabras de Paz y Piedad… y las sustituyeron por otras huecas y duras… voces que le decían llegarían mejor y a más público.

Tuvo su primer cameo. Fue top en las listas de reproducción y de aquí surgió la leyenda.

Mientras, sucedió lo peor. No solo fueron sus letras, que fue también su espíritu y su corazón los que se mudaron, o, mejor dicho, se congelaron: El dejar a un lado la familia y amigos para dar un paso adelante. Costara lo que costara, así lo creyó en su momento, pero… ¿Quién le explicaría que aquellos caminos eran los equivocados?

Muchos lo llamaban blasfemo, simple, lascivo por sus canciones… sin embargo no paraban de reproducir su música, de considerarla un esencial de cualquier playlist, y mientras, él recogía sus ganancias y lanzaba otras letras nuevas en una espiral loca… donde cada vez más se sentía alejado de aquel corazón suyo que todavía latía a duras penas.
―¿Te recuerdas Duqe? ―el tipo le insistió y le despertó finalmente de sus pensamientos.

El sol hacía tiempo se había puesto en el horizonte. Miami es un sueño dorado, y las lucecitas navideñas de los fondeaderos, de los «malls» y las carcajadas de las gentes que iban y venían entretenidas, llamaron finalmente la atención a Duqe. Cerró los ojos y formuló la pregunta que siempre había guardado en su interior:
―¿Por qué yo?¿Por qué me elegiste a mí entre todos aquellos?¿No habría cientos mejores que yo?¿Por qué yo y no otros?

El individuo rechinó los dientes y en una horrible mueca le respondió:
―Ningún otro era más cándido y hermoso que tú. Nadie caería desde más alto para pisar el barro.

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Ermita de la Caridad del Cobre, Miami

En Miami, cerca de la Ermita de la Caridad del Cobre, aquella con su cúpula rematada por una cruz y sus merenderos y palmeras, está el malecón que mira al Atlántico.

En el malecón, junto a la ermita, los latinos celebran todos los años y a su manera las vísperas de Navidad. No es el silencio ni la gravedad que alguien esperase de una vigilia de oración, sino es algarabía y festividad, ¡hasta ruido!, y para nada se diría que lo religioso se perciba como la única razón del encuentro. Es la comunidad que vive y que toma riendas a su tiempo. Con guitarras, cajones de percusión y sintetizadores los chavales se suben a un estrado para improvisar sus letras. Detrás se reparten dulces y cestillos de comida y hay madres abrazando a bebés y abuelos que han traído sus sillas de camping para pasar la noche junto a sus nietos. Hay dominicanos, puertorriqueños, por supuesto cubanos, migrantes de México o de Honduras, todos son de cualquier lugar y de ninguno de América, muchos no llevan ni dos semanas en USA y portan aún el color de sus tierras pegados a los ojos. Otros llevan siglos en Florida, hablan ese inglés rutilante por el que aún los señalan en las calles como extranjeros, pero estos han traído esta noche con ellos a sus hijos, y estos sí que serán los hijos elegidos de Lincoln, y son los que han subido con más ganas para cantar aquellas canciones de ensueños y realidades.

Uno de los párrocos, enjuto y de pocas carnes, el que llevara semanas trabajando para organizar todo aquello, siempre ocupado por el sentido de esta comunidad de fieles, esquiva todo protagonismo y sonríe satisfecho entre las sombras. Es la noche para que sus chicos honren con sus letras y melodías la llegada de Jesús. A su lado tiene al predicador de la iglesia colindante, la iglesia bautista “Poder de Dios”, un buen hombre que desea que los chavales no se pierdan en vicios y sabe con certeza… que, aunque se lo pongan difícil… siempre recogerá hasta la última alma. Ambos aplauden a rabiar cada interpretación.

La velada será larga y amena. Todos suben por turnos al escenario y cuentan sus historias y alaban así al pequeño Nacido. Pero más tarde, cuando la oscuridad ha empezado a recoger a los asistentes surge de entre los más jóvenes los primeros rumores. Nadie los presta atención, sin embargo, sus móviles vibran y vibran… se pasan mensajes los unos a otros. Luego finalmente alguien murmulla:
Duqe.

La palabra llega como surgida del abismo y automáticamente los despierta. Y miran al otro lado de la bahía y señalan un punto próximo.

Se escucha:
―Lo han encontrado muerto. En su casa… apenas a unas cuadras de aquí… a medianoche.

Llegan más detalles. Todos son horribles.

Se hace el revuelo y la música finalmente se detiene. Llaman al párroco que reaparece de entre las tinieblas y toma el control por instantes de la reunión. No era Duqe santo de su devoción y menos por aquellas letras, locas y retorcidas, pero pues conoce perfectamente cuánto es de apreciado por sus chavales y cómo son influenciados por sus actos no puede ignorar la tragedia. Le alumbran con los foquillos y bendice a los presentes y eleva entonces una pequeña oración, un improvisado responso por Duqe… alguna chavala se emociona y entonces estalla en sollozos por sus palabras. Dicen algunos que hasta podrían haberlo visto aquella misma tarde deambulando por el puerto con su limusina rosa, cotillean los más afortunados, esos que trabajan de barman de los clubes de lujo de los Cayos.
―¿Cómo un hombre al que la fortuna sonríe pudo terminar así? ―la pregunta viaja de boca en boca sin respuesta.

El párroco señala al cielo. Él ha estado toda su vida en arrabales, ha visto subir y caer a tantos Duqes, e intuye la tragedia del cantante: y pregunta a la comunidad allí reunida por el verdadero corazón de Duqe. No por sus letras llenas de oquedades y henchidas de vanidad. No por sus errores ni por sus vicios. Sino por el dolor que seguramente no supo mostrar a tiempo. El dolor que le condujo por el camino de la perdición.
―Si él fue grande por su música― dice― que lo juzgue la historia. Nosotros, como hombres, no vamos a juzgarlo tampoco hoy por sus actos. Que nuestras palabras acompañen su pena.

Los jóvenes apenas entienden al párroco. Son los más viejos los que asienten. Hay un minuto de silencio. Después se invita a que la música continúe en honor a Duqe. Y así fue, toda la noche hasta rayar el alba. Alguien sorpresivamente recuperó no se sabía de dónde sus primeras letras, aquellas que muy pocos conocían aún y que hablaban de aquella Paz que él no supo conservar para sí tras su éxito. Eran las canciones más amadas por ser las menos conocidas. Y eran sin duda sus mejores trabajos. Pronto pasaron de uno a otro, maravillados, extasiados por el descubrimiento y viajarían fuera del malecón ya que nunca fueron comercializadas y eran libres de ser interpretadas por quien quisiera.

Si bien tendría Duqe al día siguiente engolados titulares, funeral televisado, honores, premios póstumos…fueron todos ellos beneficios y riquezas para sus productores. No obstante, Duqe no murió solo y quizás fuese… porque su historia renació en aquel malecón de Miami… y allí su verdadero trabajo recuperó su origen y sentido de libertad. La magia de aquella Natividad fue que si bien el diablo se llevó su vida, su pacto maligno no supo silenciar el aliento de aquellas primeras letras, no supo arrancárselas de su alma y de los chavales que luego las recordarían, por aquel deseo de Paz y de Justicia que tan magistralmente había sabido cantar.

¡Feliz Navidad amigos!

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Yo encontré la horma de mi #destino

Yo encontré la horma a mi destino en un lugar más que imprevisible: un cementerio. No se confundan, no soy para nada un necrófilo, un tañedor de lamentos que disfruta dejando notitas escritas en las lápidas o un torpe descentrado que quiera ver en estos lugares algo más allá que el postrero lugar para el descanso de las almas. Y simplemente asistía al sepelio de mi mejor amigo. La muerte es triste, mucho más cuando se deja viuda y chicuelos jóvenes. Más, si ha querido venir sin otro previo aviso. Fue mi amigo un alma hermosa, fuerte como lo son los robles que se retuercen y pugnan al viento su lugar y su momento en la tierra. Fue mi amigo de esta guisa, un gran hombre bien plantado en su sitio, uno con agallas, que vivía con emoción y no le quitaban la sonrisa de la cara. Uno de los que triunfaban y causaban envidia sana y también las otras, las que te prodigan los enemigos.
¿Por qué le eligió la muerte a él? Yo hubiera sido un mejor candidato, de pensamientos apagados, si bien brillante en mis ideas, incapaz de darlas a valer. Nunca había sabido dejar huella. No porque no quisiera, que mil veces lo había intentado… pero casi nada había conseguido… salvo autocompadecerme y malgastar mi talento en aventuras que no me correspondían.
Pues yo encontré la horma a mi destino aquella tarde de abril, una tarde lánguida, cuando las sombras se entretejían y señalaban a los cipreses, y la gente se acurrucaba y se apretaba como queriendo conjurar aquel hoyo del difunto; su mujer sostenida por hermanos y sobrinos, y dos niños con sus caras hundidas sobre la falda negra.
-No hay consuelo posible-, pensaba. Podría el cura balbucir quimeras, podría argumentar o desargumentar sobre el misterio de aquella marcha. Que si la enfermedad no hace distingos, que si no somos nada. -Excusas-, me decía.
Solo casi al final, cuando la noche se nos echaba encima y abandonábamos el cementerio, y la viuda se había quedado un poco retrasada, recostada contra un murillo, llorando junto a los hijos y protegida, como si esto pudiera servirla para algo, por el mar de brazos de la familia, solo entonces, solo, comprendí como un fogonazo:
«Era lo dado y era lo justo. Mi amigo gozó y fue feliz. Escribió su historia hasta colmar su último aliento. Llorar, le lloraríamos con rabia, y estaría en nuestros recuerdos de manera perenne. Pero él había cumplido su cometido y los que permanecíamos en esta vida no teníamos otra misión sino ajustar las cuentas con nuestros respectivos destinos. Cuando llegase mi turno, quién sabe si para entonces me llorarían, pero lo más importante sería saber que si al irme, entre dolores, entre gritos, o quizás entre silencios amorosos, sería consciente de que habría hecho todo lo posible para redimir TODOS mis sueños. »

Escultura de Cipriano Folgueras. La Carriona. Avilés.

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#141díasteletrabajando en #COVID

Siempre enfoco en las vídeos la visión contraria a ésta que veis

Ya casi no recuerdo ni el primer día. El 11 de Marzo escribía mi primer post desde el encierro y la nube con inmensas esperanzas. Hoy han pasado 141 días y aquí sigo. Hemos aprendido bastante, cómo es un trabajo full time online, cómo vivir como nunca antes codo con codo con nuestras familias: y estamos a salvo, por el momento, ¡afortunadamente! si bien esta línea de seguridad es frágil. Explico a mis amigos que la irrealidad se ha apoderado de muchas de nuestras relaciones sociales. Hablamos constantemente del COVID como si un fantasma fuera a asaltar nuestras casas. No me siento engañado por nadie, ni por los políticos o los mass media, puesto que básicamente pocos o ninguno tienen una visión clara de los próximos tiempos. Únicamente juegan sus cartas, y creo que no son para nada buenas, acaso un tanto emborronadas
Solo sé que estamos en manos de los científicos. En los laboratorios la vacuna, bien sea europea, norteamericana y china, avanza. Hoy el Ministros de Sanidad ha dicho que una vacuna segura estará en el primer semestre del 2021… pues vale, ahora estamos en plena canícula, ola de calor, pensando fundamentalmente en las vacaciones, en desconectar y recoger fuerzas. No importa lo que hagamos en este mes que viene. Eso sí, hay que descansar.
Somos buceadores de simas abisales, somos astronautas que viajan a parajes remotos. Somos halcones. Pero hasta la leona más valiente deberá darse un respiro si quiere guardar la manada.

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Resurgimiento #hoycumplo47

Tengo la oportunidad de seguir golpeando la madera del porvenir

y que resuene

otro año más,

asida la espada,

descansando en el árbol desmochado

tras cada envite;

 

Tengo la pasión de descorrer este destino

dominarlo fuerte,

porque aquello que no brote de sus palabras

se lo comerán los muertos.

 

La luz viaja en sentido recto

la persigo y hago de los sueños una final encrucijada:

seré débil / parcial o diminuto

y muchas veces me sentirán torpe, harto vacío y confuso.

Pero yo soy así.

 

Hoy sé que no podrán explicarme

cómo sobrevivir al desastre,

si desnacer de las cenizas

si desaprenderme en otro distinto;

Es el tiempo que bruñe-oscurece

El tiempo mismo sobre el que avanzo decidido.

Leerán:

«Me arrojé a cruzar el río

bebí sus aguas ponzoñosas

y de los tropiezos

ahogué mi cuerpo y elevé el alma».

 

Tengo la oportunidad de lanzarme al abismo de la vida

con la espada que quiebre las tinieblas

aquella misma arrancada de las piedras

aquella de la que brote

un manantial intacto

de resurgimiento.

¡Resurgimiento!
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8.∞. Se buscan audaces primeros lectores.

8 e infinito son dos grafías similares. La prosperidad en la cultura china y del circulo infinito que nunca finaliza, que no se completa, que nunca cesa en su construcción y desenvolvimiento. El 8 y el infinito son también el símbolo de las tecnologías exponenciales que dominarán el siglo XXI. Y 8 es la continuación a mi novela 2051 (posicionada entre las primeras posiciones de novelas de fantasía contemporánea en Amazon), la biografía de Gabriel, el gran albino, el inventor del «retromind», la tecnología de la memoria perenne.

Si os gustó 2051 seguramente 8 os apasione más. 8 nos habla del mayor reto del hombre en el siglo XXI: del encuentro con otras inteligencias y de la propia supervivencia del hombre como especie.

La vida es un milagro que todos los días se repite.

Ahora busco lectores interesados en reflexionar sobre todos estos temas y deseosos de leer el borrador de mi novela y darme feedback sobre el manuscrito. Si os apetece, contactad conmigo en fhderojas arroba gmail.com. ¡gracias!


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«Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado» #COVID19 #día32 #2051

El año 2020 había sido planificado para ser un gran año. Durante el otoño de 2019 en Madrid se reunieron los países más avanzados para pactar el que sería el definitivo encuentro de sostenibilidad global. El vaticinio estaba conjurado: había que dar pasos rápidos, acelerar el ritmo de lo que llamaron la descarbonización, el abandono de los combustibles fósiles, o de lo contrario el planeta divergiría en una especie de camino sin retorno, una suerte de distopía con los polos derretidos y la lluvia ácida aniquilando todos los bosques. Aquello sonaba retador, desafiante… pero ¿quién demonios apretaría el freno de mano de sus industrias?¿Quién detendría el progreso aduciendo el fin de la humanidad?¿Quién daría un paso adelante y decidiría cambiar el timón del mundo? Muchos temían que aquello discutido en aquella conferencia no fuese sino una pose, un mar de buenismo, una excusa para viajar a Madrid e irse de tapas. China, India… junto a los ciertos países asiáticos que eran fábricas del otro medio disentían de bastantes de las medidas; y también EE.UU. y todo aquel que tuviera algo que perder en aquella suerte de pactos y armisticios al sistema económico. Nadie quiere dejar de ser rico, nadie quiere cambiar su estilo de vida, ceder la mano a un potencial rival o dar aliento al débil. Además, los europeos tenían otros problemas que por entonces (¡miopes!) les parecían más acuciantes: lo llamaron Brexit, por ejemplo. Europa se desgajaba en aquel hermoso ocaso de las sociedades avanzadas, sociedades que vieron colmados sus derechos. Que transitaron a populismos porque sus democracias ya los aburrían. Era la joputa «Europa de los mercaderes», así muchos la llamaban, la que se contorsionaba en una Babel de lenguas, en un sinfín de privilegios y micro-parcelas. Era la Europa que hacía de sus fronteras una excusa y una bandera, la egoísta y vieja Europa que recibía los cayucos de Argelia o de Libia, la que era asaltada por aquellos jóvenes de piel color marfil a los que la vida no les significaba mucho. Era la Europa que gesticulaba en el Comité de Seguridad de la ONU y que mientras disparaba a los inmigrantes cuando transitaban por Hungría, la que dejaba morir a niños en la playa de Lesbos, la que vendía a Turquía los cuerpos de aquellos que fundaron la civilización occidental, en Siria, casi cinco mil años antes, y que ahora huían con el pavor y el odio de las ideas irreconciliables.
El año 2020 debería haber sido un gran año, muchos lo pronosticaron. El año de las Olimpiadas de Tokio, las más tecnológicas, con el tren bala, por ejemplo. El año del fin de las tensiones entre EE.UU. y China. El año del lanzamiento del nuevo iphone.
Y sin embargo… el que fue llamado COVID-19 llegó para trastocarlo todo. Para asentar un dramático golpe al denominado progreso universal. Muchos dijeron que era la última arma biológica y se excusaron para señalar con más ahínco a su enemigo. Unos decían que quizás hubiera sido creado por China y en un incomprensible proyecto de automutilación experimentaron con la ciudad de Wuhan para ser luego los primeros en recuperarse. Otros, generalmente aquellos enfrentados a los anteriores, creyeron ver en el COVID-19 otro VIH, la neopandemia pero que esta vez machacaría a los viejos. Lo cierto es que fue este el año de la gran reclusión, la primera y quizás por eso la más odiada y recordada. Muchos vieron en aquella reclusión una última salvaguarda de sus privilegios. Los pobres no disponían de aquello tan siquiera y tuvieron que capear el temporal en sus barriadas, en sus infraviviendas, entre el mar de plástico, acianos, enterrados sin tan siquiera el reconocimiento de haber caído enfermos. Tan solo los ricos tenían la oportunidad a contar sus muertos.
Samuel G. y Gabriel también lo vivieron en sus carnes, aunque sin referentes previos. Sus familias no habían visto ninguna guerra anterior, al menos no habían participado directamente de ellas. Los años del hambre, de la precariedad, habían quedado muy lejos ya, y la España autárquica y franquista vivía reducida a los libros de historia y a manifestaciones de somnolientos y nostálgicos.
¿Qué aprendieron los chicos durante aquellos meses? Muchos años después se lo recordaría Benjamin a Gabriel a colación de la cernida tragedia de los «outros», la que derrumbó la humanidad de mediados del siglo XXI. Porque muchos fueron los que quisieron ver en la Gran Pandemia del 2020 un mundo en tránsito al nuevo milenio. Un mundo que perseguía una oportunidad de cambio. Quizás, esencialmente a un mundo mejor. La redención a todos los males, de la Amazonía prendida en llamas, de la soberbia y de la avaricia, de la celeridad de una sociedad que se consumía y consumía sin ningún propósito… salvo su afán masturbador. Años después, cuando «outros» llenaron las calles mediado el siglo XXI, Benjamin llamaría a Gabriel y le diría que ambas tragedias tenían su punto en común, y le recordaría que si bien el mundo se armó de buenos deseos «post-pandemia», nada de todo aquello se tomaría en serio, cuando se tocó el silbato y todos abandonaron la seguridad de sus huras y en manada, fueron lobos o hienas con fuerzas renovadas. Enterraron los muertos y no quedó nada de ellos salvo plaquitas doradas, y una generación de viejos que se fue directamente a la tumba.
En realidad, si quisiéramos recordar las vidas de Gabriel o del Samuel en la Gran Pandemia, ellos eran por aquel entonces unos jovenzuelos terriblemente optimistas, pues era éste su primer año universitario. Ellos empezaron a cursar una misteriosa y nueva titulación de nombre un tanto rimbombante, «Neural Engineering», gestada por aquella organización tan particular, la Fundación y a la que deberían tanto en los momentos sucesivos; vivían así, alejados del drama de las calles vacías y de las casas ocupadas por el miedo. Se les propuso a ellos, como medida excepcional, que mantuvieran el confinamiento en los laboratorios de la Fundación y ellos creyeron ver en todo aquello una suerte de acampada infinita. Tal era su curiosidad, inabarcable, ardiente, les faltaban horas del día para recabar información sobre computación cuántica aplicada a interfaces cerebrales, por ejemplo. Sin embargo, Benjamin, el tercero de los amigos, había quedado fuera, desterrado del sueño de sus otros dos compañeros. Sería el primer paso de la fractura que luego acontecería en sus vidas ya fuera del internado. Benjamin no tenía alma de científico ni de ingeniero, no se sentía con suficientes fuerzas para cambiar el mundo. Por aquel entonces mantenía una lucha salvaje por encontrarse. Por observar y definirse.
¿Y a qué se dedicarían ellos durante ese tiempo de reclusión? En principio a nada y a todo. Fuera, el mundo se encontraba detenido, Benjamin se lo explicaba a Gabriel. La naturaleza retomando cada uno de los rincones de la ciudad. Jabalíes circulando por las aceras. Aquella primavera el silencio se apoderó de las ciudades. Las empresas pararon, la economía se detuvo. La gente salía a aplaudir todos los días a las ocho y buscaba esperanzas en las palabras de sus vecinos.
Ni Samuel G. ni Gabriel entendían nada. El primero, sabedor de aquella oportunidad irrepetible, y de que no podía dejar escapar su escaso tiempo. El segundo que vivía en una especie de confinamiento interior. La enfermedad era un concepto ajeno para Gabriel. Feliz de poder dedicar toda su vida a sus propios pensamientos, deseando aprender de todas aquellas tecnologías que parecían prometer la vida eterna y la memoria perpetuada.
Benjamin hablaba casi todos los días con sus amigos por videoconferencia; eran charlas largas, sentados a mesa cenaban remotamente, se enseñaban vídeos y enlaces, hablaban de mujeres. En una de aquellas charlas, Benjamin les confesó que no había podido soportarlo y que había violado finalmente la reclusión impuesta por el estado de alerta. Fue la noche anterior y quizás por eso exhibía un aspecto especialmente cansado y lamentable: marchó a una fiesta prohibida, dijo, una de esas que se organizaban en algún cobertizo retirado de cualquier polígono industrial. Como no tenía coche había pedido prestada una bicicleta de carreras y había esquivado, aún no sabía cómo, al ejército y sus controles.
En la fiesta conoció a personas que le decían que el final de los tiempos estaba cerca. Bebían y cantaban, muchos de ellos eran jóvenes y no pensaban sino gozar de sus cuerpos. Quizás no se tomasen lo suficientemente en serio la amenaza de la pandemia o tal vez entrevieran un futuro gris. Uno de ellos era una morena tetuda que parecía haberse tomado varias copas de más. Decía que no era un tema de secta alguna, que mira cómo habían caído todos los países, unos detrás de otros. Benjamin asentía aparentemente interesado… aunque en realidad solo quería llevársela a la cama. Ella había hablado con otra amiga suya y le planteaba el mismo dilema: ¿Por qué todos los países han llegado tarde en este dislate de confinamiento?¿No será que todo dilataron las medidas «a drede»?
A Samuel G. le apasionaba pensar que detrás de todo aquello existiese un grupo animado por fines oscuros. Benjamin se enfadaba con aquellas afirmaciones y tosía compulsivamente. A lo mejor él también se encontraba enfermo, pensaba Gabriel sin atrever a confesar aquel horrible barrunto de su buen amigo, en una extraña desconexión con el mundo exterior, en una apatía no premeditada hacia las calamidades… no era que Gabriel se considerase inmunizado… ni que perteneciera a una especie disjunta… era una mezcla terrible de ignorancia y puerilidad que contrastaba con su brillante intelecto.
Benjamin les enseñó esta foto a sus amigos:

Madre migrante, fotografía de Dorothea Lange (1936)

―Bueno, no tiene nada de particular ―explicó Samuel―. Es la famosa Madre Migrante de Dorothea Lange. Creo que fue tomada aproximadamente en 1936. Es la foto por antonomasia de la «Gran Depresión».
―¡Qué resabiado y qué tonto eres a un mismo tiempo! ―le respondió Benjamin.
Todos rieron.
―¿Sabes por qué os la enseño?
Se hizo un silencio.
―Es el símbolo extremo de los tiempos. Esta madre se llamaba Florence. No recibió ni un centavo por su imagen, a pesar de que su foto encabezase todos los diarios al día siguiente para demostrar la pobreza y la desesperación por alimentar a sus siete hijos. Una cautivadora imagen que no aporta ni un ápice de piedad al mundo. Es la estética y el temblor enfocadas en un momento… y punto. Creo que lo mismo puede estar pasándonos con esta Gran Pandemia, y lo peor, me temo, que creo que después se repita de nuevo. Que no queramos aprender nada. Que solo seamos fundamentalmente hijos de nuestro pasado… y no padres de nuestro porvenir.

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2020 es pura #Abundancia

Lo llaman la teoría de la abundancia. La economía lo hizo fatal, y se daría cuenta de eso una vez inaugurado el 2020, justo para encauzar su destino, porque se creía que había sido Adam Smith el que dijo que la carestía de un bien lo dotaba automáticamente de valor…y era, a fin de cuentas, una tontería.


Hasta aquel momento todo había funcionado así en su mente analítica y mecanizada, con esta máquina tonta del oro, del petróleo, hasta del amor, donde todo mantenía aquella obsesiva lógica de la escasez. Nacemos envidiando lo que no poseemos: por ello matamos, robamos, traicionamos. Vendemos nuestra alma, que se hace chiquita con los años, se desvanece y cuando nos queremos dar cuenta… nuestra vida se da por concluida. ¡Y todo por dinero!, por acumular, por ser lo que no se puede alcanzar, por joder al que tenemos más cerca y hacernos con sus posesiones. Por una yarda más de tierra en nuestro imperio.


Pero aquello era revolucionario: lo llamaban la teoría de la abundancia. Tan solo había que saber abrir los ojos y saber dar las gracias. Entender que la naturaleza lo ocupa todo. Que pasa un poco como con el agua, el sol y las montañas. Estuvieron allí y nosotros no representamos más que aquel pequeño devaneo.


La vida no es un mercado financiero, nadie liquida sus acciones con la contraparte que le pague menos, nadie atesora un bien con el evidente deseo de compartirlo generosamente.


¿O sí?


Cuando la vida es y se ve como pura abundancia…

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