Ángela Vicario

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Bajo el epígrafe de “Las ideas son el azote y la esperanza de los pueblos”, se desarrolla mi Ángela Vicario: es un texto con solera que fue publicado en su primera versión, hace ya una década, en la editorial universitaria “Cuadernos de tertulia”, y ahora, corregido y estilizado (tras leerlo en Valladolid en un cuentacuentos y en alguna presentación literaria) se recoge en el 5º aniversario de la revista Margen Cero.

Quisiera recomendar su lectura (10′). El paso del tiempo le sienta bien, se lo dice su padre, que hace de Ángela Vicario el bastión personal de los sueños por los que merece la pena luchar. El idealismo de juventud del que nunca es bueno desprenderse.

Que disfruten de su lectura: Ángela Vicario. El rapto.

NOTA: La fotografía es de Pedro M. Martínez.

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Héroe Local

> (fragmento de mi novela “Héroe Local”. Tiempo de lectura: 3 minutos)

Sabía mantener la vista fija como nadie. Elegía un objeto, lo poseía en su interior, lo tomaba, lo repetía mil veces. Lo estático. Su dominio. En el sexo, lo pasivo. Círculos. Pi. Sin fin. FIN.

Odiaba los finales.

– Odio los finales. No les soporto. Es Perecer. Imagínate, aquella aguja donde se posan las cigüeñas. Me planto y las domino. Ellas no me ven y pronto sabría más de ellas, cada movimiento instintivo, el rizado del plumaje, sería una más, así hasta confundirme, sin pulso, me nacerían las alas, volaría …

Lo dinámico parecía confuso. No era estable. Ser consciente de la perpetuidad de una posición, sus detalles.

– Te arrojas al cielo. Azul sin nubes. Limpio. Constante. Eyaculas. Terminas. Comienzas. Centras toda tu pasión en un momento fijo, tan inamovible. La recoges entre tus brazos y la besas. El beso es corto, pero si lo mantienes en la cabeza, lo congelas. Sabes, el beso resulta ser la aguja con las cigüeñas, vives y sólo vives para este beso, ni eso, es la imagen fija del beso que te repites. La vida es así. Sé parar el tiempo. Te miro, brillan los ojos y amo tu brillo, amo el momento.

Era el dominio del círculo. Señalaba las cigüeñas. Guiñaba los ojos al sol mientras lo repetía. Me había contado que mantuvo fija la mirada frente al espejo más de seis horas. Después se quedó dormido. Había memorizado su rostro y no podía olvidarlo. Memorizó el gesto, el reflejo, la luz, la piel, las cejas, mantuvo la impresión en la vigilia, la petrificó. Grabó el espejo. Durmió y el espejo siguió dentro.

Nunca creí su historia. Evidentemente exageraba. Sabía fijar la mirada, absorber al contrincante, desnudarlo, examinarlo. Media, tres cuartos, dos horas. No contra sí. Ni soñar con uno mismo.

Arrebato. Vampirismo. Pronunciaba detenidamente las palabras.

– Una vez – se reía – cuando conocí una tía, le propuse joder en silencio. La desnudé. La poseí. Se extrañó. ¿ Qué haces ?, en un descuido la até a la cama. La penetré. Al principio ella se resistió, pero cuando comprendió se mantuvo quieta. Y lo hicimos. Ves la cigüeña. No son horas. Es un siempre. Siempre estuvimos ella y yo, encima y debajo, en silencio, mirándonos la boca, gozando. Lo entiendes. Somos así.

Y se reía aún más.

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La oración de Caronte

>Tras el funeral, que fue más bien breve, Mikelow paseó hasta llegar a los muelles del “Wide-end”. Los rallos cansinos del mes de marzo se desconchaban en los rizos grises y cobalto del río Hudson. Las gaviotas penduleaban ociosas sobre los mástiles de los pesqueros o las cisternas-ataud de los petroleros, camino del Golfo.

Como si el silencio hubiera llenado los recovecos y estancias nínfulas del corazón, el río se agostaba, se interrumpía mansamente y alcanzaba las aguas del Atlántico. Se asomó a la barandilla, al final del paseo: a sus pies, un pequeño dique, y al fondo, una pequeña embarcación, pintada a franjas negras y rojas, donde el capitán esperaba pacientemente la llegada de su presa. Se pasó, quién sabe cuántas horas, días, hipnotizando el horizonte de fondo. Todo fue en vano.

El tiempo se había consumido por completo, apenas restaba el justo instante para entonar la oración de Caronte.

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Natalicio

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Por Navidad, Mikelow se vestía de charro, botonadura de oro y plata, y con su guitarrón y boca bronca se colaba en los garitos de Madison Street a cantar a las fulanas.

No sabía un solo corrido completo y por su acento de irlandés arrepentido, las frases en español sonaban ininteligibles o rajadas, pero al rasgar aquellas cuerdas, las mujeres quedaban seducidas y todas cantaban al son, tristes o enajenadas.

Fuera, las lucecitas de múltiples formas, los centros comerciales rebosantes y saciados o el propio estigma de unas Navidades nevadas. Y Mikelow no habría cambiado por nada aquellas veladas, y menos por una sesión jazz en la cocina con una rubia aterciopelada de Mahattan, porque en aquellos ojillos, las pobres mexicanas ilegales, se contenía la esperanza de un mejor tiempo por llegar, al otro lado de Tijuana, una vez cruzado Río Grande.

Por entonces nunca se acostaba con ellas y recogía papelitos con sus teléfonos para pincharlos en la nevera, como si aquellos pequeños testigos, justificasen por si mismos la propia venida del Natalicio.

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Gran Eva

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Mikelow:

en las calles de Manhattan
hoy los ejecutivos se masturban,

y se hacinan reservados
para cuadrar sus números impíos.

Hoy he visto sus burdeles,
vi los parkings de los bancos repletos;

Allí, fornicaban con los mendigos,
en la danza sorda de la “Gran Eva”

PD: Espero que aún recuerden a nuestro entrañable detective, Mikelow.

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>Amigos, este mesecito de Agosto lo dedicaré al relajo. Hasta los poetastros necesitan un tiempo de asueto para lamer las heridas y escribir para si mismos. Perdonadme si el ritmo de publicación se resiente. Es la canícula, también.

Mikelow voló, en sueños alcanzó por fin el alto otero para reposar junto a la lechuza.

La lechuza tenía ojos tristísimos; Ojos cansados por la espera.
La noche seducía su grito acartonado, híbrido, de miembros desproporcionados: Era la noche digna.

Las palabras de la lechuza silbaban, Mikelow se agita entre fiebres en la cama.
Hay en la meseta de Alabama un calor tórrido de Agosto, un sabor a rancho viejo, un olor a película quemada.

En el motel de carretera, Mikelow sueña su destino de transeúnte.
A veces quisiera arrancar del narrador palabras mágicas de consuelo.

Cuando despierte el detective,
tomará su café con galletas, el Ford Galaxy, y del camino, un plano de carretera por compañero.

Hoy se marchó el viejo Mikelow de viaje.
En las barras de los clubes, las putas beben ron cubano:

Mikelow y sus bermudas, marcando el estribillo, la música en la radio.

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Latin Queen.

>Este Mikelow va a resultar un tipo conocido.

Un compañero mío que estudió en Berkeley encontró algún libro suyo.

Poemas editados por no sé que institución penitenciaria (¡imaginad!). Y ha oído hablar de él en algún otro blog de Internet. Menudo pájaro… Me ha traducido uno que dice así:
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Mikelow: Deja ya la puta canalla.
Déja que vomite toda la noche.
Que su corazón se(a)(r)rastre y sea tra(s)vertido.

La joven columpiadora se mece provocando. Y desnuda su boca y su silencio, los labios irradiados por fuego, al son de la cadera breve.

Ahora se cae la tarde en Madison Street. La lluvia empapa-ensucia y tuerce los cristales en las oficinas del viejo. La cortina aplastada, filtrando la luz, le dice:

– Oh, pequeña reina que chupas las lágrimas./ La pequeña diosa latina que exige por moneda la torva promulgada. / Deja hoy tus peleas en las avenidas./ Las pandas, improvisando un torpe ritual americano de puta iniciada. / Líbrate del luto, seis meses de tu chulo: Limpia tus manos del signo canalla.

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Detective Mikelow

>Más textos de mi alterego:

Versos rescatados de entre las hojuelas del poeta detective Mikelow (Minnesota 1940), cuando fue encontrado su cadáver, aunque nunca después su cabeza, de entre la basuras, escombros y restos orgánicos (escondrijos no clasificables de maleantes y macarras, traficantes de sueños) del boulevard de Harlem, NY.

Este viejo y singular detective investigaba un caso de abuso de menores.

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Será que la lechuza imita los jadeos de parejas copulando.

Será por los próximos parecidos de los guiñoles, donde los reflejos de los políticos y famosos se prodigan.

Será que por cada llamada que recibo imito una respuesta a la medida, facturada con su margen preceptivo al 40%.

Será que cuando nada parece lo que es, cada día esto me importa mucho menos.

Somos actrices pornográficas de un cuento inventado sin argumento. Me pongo los guantes de boxeo, parezco una bailarina tatuada. Un expedicionario hacia su viaje fantástico, dirás lo que sepas, que la vida te pondrá donde le de la gana.

Será tarde para cambiarlo todo. Graznaré y graznaré pero llegarán las razones de la gran jodienda.

Le digo al cliente: Sepa que los indicios son comprados en las celdas. Los abogados se comercializan en restaurantes, los jueces en barras americanas. Diga su cifra que yo inventaré nuevos nombres. Descifre su mensaje que yo le pondré rostro.

Hay canciones de postín, pero como buen delator nunca os deletrearé su letra. Cuando salte a la calle, sepa que muchos le vigilan. Lo prudente es mantener una imagen poluta, un sangrado preciso de víctimas hasta las pantorrillas, yo mercantilizo su odio porque ya otros habrán puesto su valor de seis cifras.

Será por la noche encerada que parece de otros.

Será por las víctimas alquiladas en los pasos de cebra.

Será por la precisa reunión de los comanches lanceados.

Será por el necesario sínodo de los arcángeles devora-niños.


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Así conocí a Leopoldo María Panero

>El primer encuentro no es casual: cada vez soy más escéptico, aunque quisiera imaginar un equilibrio custodiado. Hará cosa de un par de años, aprovechando el día del libro, me di un garbeo por el FNAC de Callao.

Allí, en colaboración con Radio 3, se leían poemas. En realidad, cualquiera podía haberlo hecho. Alguien me llamó para que me apuntara. No recuerdo si fue un amigo o inclusive, un enemigo. Quizás me enviasen un correo electrónico. Por eso, valientemente seleccioné unos versos. Allí me presenté y sin temblar, esperé la anónima cola. Una diminuta muchachita leyó delicados, tibios poemas. Otro, un fragmento sonoro de Rayuela. El anterior a mí, líneas que no recuerdo de un amigo suyo ausente.

Mi epopeya fue breve. Alcé mi voz a las ondas y tal como llegué me fui. Me sentía emocionado, aunque no sabía que lo mejor aún estaba por llegar.

Como premio, en la parte trasera del salón de actos, me permitieron rebuscar, casi a oscuras, en una pila y elegir rápidamente un libro. No dudé y permití que el azar interpretará su comedia: tomé al vuelo un libro de poesía. Era un ejemplar negro, elegante de la editorial Visor. Quizás lo elegí atraído por las exactas palabras “Poesía Completa 1970-2000” y no conocer (bendita inocencia) al autor. Porque el destino es generoso, así me fue presentado Leopoldo María Panero.

“Si no es ahora ¿cuándo moriré?
Si no es ahora que me he perdido en medio
del camino de mi vida, y voy
preguntando a los hombres quién soy, y
para qué mi nombre, si no es ahora
¿cuándo moriré?
Si no es ahora que aúllan los lobos a mi puerta
si no es ahora que aúllan los lobos de la muerte
si no es ahora que está como caído
mi nombre al pie de mí, y boquea, y pregunta
a Dios por qué nací: si no es ahora
¿cuándo moriré?”

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