No sé mirar al Madrid que atardece
porque llevo el corazón escondido y solo cuando lo muestro, tiemblo.
Allí donde se ponga el sol
no quedarán espacios
para los besos,
no tendrá lugar para sus banquitos olvidados
ni son estas familias que pasean
las que descifren los peldaños que suben al risco
cuando la luz cae.
Es este Madrid que nos devuelve su tragedia,
mi ciudad que vive de mundos atravesados
esa donde quiero ver la noche disolverse,
donde quiero ser paloma de placita desierta mariposa nocturna o ciego atrapado que se abra paso a bastonazos y quizás arrebatado amante que dé tregua por los tejados a los gatos.
Yo por eso, hoy me marcho a la luna por este Madrid atardecido con su ocre tobogán desmemoriado y sus espejos de soledad el sendero de asfalto devora-palabras.
Y que será éste, mi final espacio donde tú, mi amor, me recojas entre los brazos desguarecidos tú, mi amor, sí, para reconstruirme para susurrarme:
Oh.
Son los brazos y manos y todas las carencias
de cuerpos y todas las muchedumbres
las que me señalan.
En el museo de mansedumbres paseo. A veces miro detrás mío y solo escucho silencios por respuesta. Cambio el amor que no me diste un amor que supo a mar un amor atragantado, expirado.
Del tiempo que mira soy testigo.
Por eso te escribo versos apóstatas: Que nadie lee Que nadie recita Que nadie reconoce.
Si vivir es un riesgo tomo por riesgo la vida tomo lo que me da y me quita lo que no comprendo también y lo admito, se parecen sus misterios cada vez más,
pero son las semanas vividas en tinieblas ¡tan hermosas!
perfumadas
cuando sale el sol
al doblar la esquina y me tropiezo con una sonrisa de cara amiga.
Vivir es magnífico
porque tiene fin y un sentido
que me recuerda los guiones desordenados
o los corazones que misteriosamente leemos entre entrañas expuestas al sol.
Ahora quiero reescribir mi cuento
ausentarme de la oficina
no quiero riscos ni odios ni batallas a muerte
no quiero títulos ni pilas bautismales
y si me dieran cuerda
les prometo, me borraría 2022-1973 años para reiniciar esta hermosa cuenta atrás.
Lo que me da la vida ella me quita
¡La vida larga, larga la vida!
Me siento avergonzado porque sé que las palabras no serán ya suficientes para detener la invasión y la guerra. No lo son porque no evitarán ni un solo muerto ahora, ni una sola familia fracturada cruzando la frontera ucraniana, no disminuirán el terror del que no abandona la cola del pan mientras escucha la alarma del próximo ataque aéreo.
Me siento espectador cuando compulsivamente cambio de un canal a otro. Esto no es una canción folk, un poema, un cuento atormentado que debamos escribir. No ganaremos así la gloria.
Leemos libros que hablan de la libertad de los pueblos. Mientras, los tanques cruzan los lodazales y los misiles reducen a escombros las ciudades donde una semana antes jugaban los niños. Pero veo también los jóvenes soldados rusos que viajan al frente en una larga caravana asesina. Seguramente sus abuelos defendieron esas mismas tierras y dejaron sus vidas por la misma libertad ucraniana que ellos, insensatos, ultrajan. Solo son unos simples mandados. Algunos oligarcas tienen yates y chalets de lujo en Alicante. Me pregunto cómo suspiran por ellas en el frío invierno moscovita. Hay una tubería de gas natural que sigue alimentando Europa. Eslovaquia, Alemania, Finlandia… es la Espada de Damocles que encoge la arrogancia de una sostenibilidad energética… de saloncillo. Hoy bombardearon una central nuclear. Putin quiere apostar fuerte en la liga del terror atómico. Me pregunto si esto le producirá algún tipo de placer o felicidad porque he escuchado que los psicópatas disfrutan en los precisos instantes de su singular rito y tortura. Esperemos que si llega el momento le pase como al común de los mortales, que fallan en el tercer intento de introducir la contraseña nuclear y la cuenta se les bloquea… para siempre.
Tengo la tentación de quedarme por siempre a vivir en mi Santuario. Es un pequeño jardín con césped y otras plantas, silencioso y rodeado de muretes que impiden que nadie me moleste. Es un hermoso microcosmos, el tomillo y el orégano crecen en las lindes; alguna avispa me observa, los mirlos saltan y las hormigas incansables desfilan y muestran un tiempo que se destila lento y que tan solo se descubre por la sombra, cuando se desvanece al llegar el medio día y se hace preciso hacer una pausa antes de retornar al jardín más tarde, otra vez fresco, al atardecer.
Hoy cumpliré 48 años y cien años más cumpliría y mi curiosidad febril por lo que sucede fuera seguirá intacta. Ojos y corazón grandes. A bocados sueño e imagino un mundo que vibra bajo las teclas del ordenador, y mi mente viaja e interroga nuestra realidad. Amo mi vida y este Santuario es mi escudo y mi espacio para organizar mi tiempo.
Fuera el calor brama, las multitudes muerden y la humanidad se deshumaniza o no, siempre por momento avanza o retrocede. Me encanta observar desde esta atalaya, el otero de mi lechuza, el apartado linde del camino, umbrío y hospitalario.
Hoy soy más fuerte aunque los años sumen. Lo llaman sabiduría, yo lo llamo emoción por ver abrirse las puertas y descubrir una realidad infinita, comprender lo muy pequeño y lo inasible por enorme, todo, todo interconectado, y participar de la fantasía de la vida que fluye, del instante perecedero que día a día y del que por momentos se nos escurre.
El camino de mi destino contiene apartamentos
sin ventanas,
apartadas y gloriosas cárcavas con desfiladeros
dibujadas de cartulina, hileras de hormigas que se masturban.
Y las banderas que hondean ufanos reinos de rey analfabeto ¡llega el tiempo…!, me gritan, y la metamorfosis corrige mis muslos los hace de sal y de piedra,
Diana atraviesa con su flecha mi corazón de cenizas:
Soy cazado y pasto del tiempo,
mis huesos arrojados
al olvido de los
Hombres.
Hay amores tan primaverales
que no cabrían en señal de tráfico alguna
no se referencian en los supermercados
ni sobreviven una larga cola de médico.
Lo son, porque
no hay vehículo que los detenga,
estantería que los almacene
o cirujano que nos precipite con su diagnóstico,
no son titular de pandemia
ni hay mal que los destruya
ni registro de arqueólogo
que los restituya del pasado sumergido,
son amores de luna lúcida
la misma a la que señalan los licántropos
la misma a la que maúllan los gatos encelados
mientras cabalgan en vespa y se cepillan
a doncellas encrespadas
a caballeros sudorosos,
son amores de primavera que se pegan a las sábanas
y nos impiden mirar el suelo,
porque lo son al admirar este firmamento sin arrepentirse,
al arrancar la clave del arco que nos sostiene
y nos dieron la vida,
como esa primera piedra que conformó la bóveda que nos guarece:
Fueron la navaja suiza de primavera. Son del tiempo de las flores rojas.
Yo encontré la horma a mi destino en un lugar más que imprevisible: un cementerio. No se confundan, no soy para nada un necrófilo, un tañedor de lamentos que disfruta dejando notitas escritas en las lápidas o un torpe descentrado que quiera ver en estos lugares algo más allá que el postrero lugar para el descanso de las almas. Y simplemente asistía al sepelio de mi mejor amigo. La muerte es triste, mucho más cuando se deja viuda y chicuelos jóvenes. Más, si ha querido venir sin otro previo aviso. Fue mi amigo un alma hermosa, fuerte como lo son los robles que se retuercen y pugnan al viento su lugar y su momento en la tierra. Fue mi amigo de esta guisa, un gran hombre bien plantado en su sitio, uno con agallas, que vivía con emoción y no le quitaban la sonrisa de la cara. Uno de los que triunfaban y causaban envidia sana y también las otras, las que te prodigan los enemigos. ¿Por qué le eligió la muerte a él? Yo hubiera sido un mejor candidato, de pensamientos apagados, si bien brillante en mis ideas, incapaz de darlas a valer. Nunca había sabido dejar huella. No porque no quisiera, que mil veces lo había intentado… pero casi nada había conseguido… salvo autocompadecerme y malgastar mi talento en aventuras que no me correspondían. Pues yo encontré la horma a mi destino aquella tarde de abril, una tarde lánguida, cuando las sombras se entretejían y señalaban a los cipreses, y la gente se acurrucaba y se apretaba como queriendo conjurar aquel hoyo del difunto; su mujer sostenida por hermanos y sobrinos, y dos niños con sus caras hundidas sobre la falda negra. -No hay consuelo posible-, pensaba. Podría el cura balbucir quimeras, podría argumentar o desargumentar sobre el misterio de aquella marcha. Que si la enfermedad no hace distingos, que si no somos nada. -Excusas-, me decía. Solo casi al final, cuando la noche se nos echaba encima y abandonábamos el cementerio, y la viuda se había quedado un poco retrasada, recostada contra un murillo, llorando junto a los hijos y protegida, como si esto pudiera servirla para algo, por el mar de brazos de la familia, solo entonces, solo, comprendí como un fogonazo: «Era lo dado y era lo justo. Mi amigo gozó y fue feliz. Escribió su historia hasta colmar su último aliento. Llorar, le lloraríamos con rabia, y estaría en nuestros recuerdos de manera perenne. Pero él había cumplido su cometido y los que permanecíamos en esta vida no teníamos otra misión sino ajustar las cuentas con nuestros respectivos destinos. Cuando llegase mi turno, quién sabe si para entonces me llorarían, pero lo más importante sería saber que si al irme, entre dolores, entre gritos, o quizás entre silencios amorosos, sería consciente de que habría hecho todo lo posible para redimir TODOS mis sueños. »
Escultura de Cipriano Folgueras. La Carriona. Avilés.
Solo cuando George Bailey estaba a punto de arrojarse al río para dejarse arrastrar y morir entre sus gélidas aguas, su ángel se le apareció y se lanzó a la corriente por él; era aún un ángel de segunda clase, es decir, uno de esos sin alas, y poco pudo hacer más que improvisar aquel salto al vacío para evitar la catástrofe y que George acabara así con su vida.
Sin plan preciso aquel ángel tenía clara su misión: recuperar el alma del soñador, de aquel gran hombre, este George Bailey, buena persona sin paliativos y en mayúsculas, y que sin embargo ahora la suerte de su destino le buscaba poner a prueba. Había dedicado su vida a su familia y a su trabajo, y aquel año tan cruel le estaba arruinando todo. Por quien luchó, por todo lo que amó, ¡todo! se había esfumado o estaba desmoronándose en la UCI del hospital. George Bailey contempló al gordinflón asustado, al angelote en el río, pataleando e intentando simular con descaro algún rudimento lamentable de natación para llamar su atención. Y fuese que esto conmoviera a George y le distrajera del trance que le congelaba las entrañas y le hiciera olvidar el dolor que sentía; fuese que aquel brinco del ángel le descolocó e invocara su enorme humanidad siempre dispuesta a ayudar; y fuese que George apartó de su lado el terrible acto que pensaba cometer consigo mismo segundos antes… que decidiera lanzarse al río sin pensarlo y así atravesar aquellos veinte metros de luz del puente con el mejor ejercicio de técnica que supo, y llegar a tiempo para arrancar al ángel de entre las aguas.
Ya en tierra, ambos tiritaban y se frotaban el uno al otro para no quedar aturdidos. ―¿Es…tá usted lo…co?¿Qué ha su…cedido? ―preguntó George aun castañeteando mientras miraba a su alrededor queriendo encontrar ayuda. El ángel se reía. No de burla, pues eran puros nervios por su inexperiencia, era la primera vez que salvaba un alma en peligro y temblaba de la emoción contenida al haber logrado este propósito. Y George Bailey se levantó calado hasta los tuétanos, apretando los dientes, y sentía que la rabia le renacía con aquellos pesares que le habían llevado hasta el puente. Mientras, balbuceaba y decía con enfado: ―¿Cómo se le ocurre hacer esto?¡Y en Nochebuena!¿No le espera nadie para cenar! El ángel hizo un gesto para que George le ayudara a levantarse. Solo entonces George se sorprendió al ver a un hombre tan particular, barbas infinitamente largas y mal arregladas, con aquella ropa que más parecía una sarta de harapos, una especie de mortaja mugrienta. Al darse cuenta el ángel soltó una sonora carcajada y se disculpó así: ―Los ángeles sin alas vestimos con esta facha, lo siento. Cosas de la muerte. Así me enterraron, tenían prisa. Quisiera cuando las gane, quiero decir, mis alas, tener uno de esos trajecitos de brillantina, uno de esos blancos. Algo tipo pop o tipo trap, yo creo que le llaman así en esta época, uno de gala que le sentará bien a mi tipín. ―y lo decía mientras apretaba su generosa barrigota y se palmoteaba. George hizo como que no le escuchase y buscó su móvil, pero se dio cuenta que lo había perdido. El ángel continuó y rebuscó palabras de consuelo: ―George Bailey, este ha sido un mal año para ti. Muchos se han ido. Nada será como antes. Tenemos esas heridas y otras más que vendrán ―y engoló la voz para dar impacto a su discurso―. Quiero que sepas que he venido a ayudarte. George al escuchar comenzó a alejarse de aquel hombre tan particular y para ello sacudía su cabeza, seguramente negando, quizás también, pensando que el frío y la angustia le estuvieran volviendo majareta. ―George Bailey, no estás loco… te lo aseguro.
George salió corriendo y tras él, el ángel. Llegó al parque, alcanzó el parking y rebuscó en su abrigo. Vio su coche, lo había dejado bien aparcado, había pensado que nunca más volvería allí. Abrió la puerta, entró dentro, arrancó el motor y dejó que la calefacción actuase. Con la vista clavada en el fondo del parking repasó la lista de catástrofes y los rostros de los que faltaban en su vida. Era Nochebuena, pero… ¿qué importaba ya? Bien podría ser martes o cualquier otro día… su vida detenida… acaso él valiera nada más que para pagar su mar de deudas y dejar saldada la hipoteca de la casa… y se dejó llevar por un mar de lágrimas… ácidas y corrosivas… hasta que sintió que en el asiento trasero unos ojillos le observaban. Eran los de su ángel que le habían seguido hasta allí. ―George Bailey… El ángel, bien mirado, también sabía de lo que se hablaba. Hubo de soportar una Gran Guerra y después una gripe que hizo estragos y que finalmente le mató. Los que entregaron a sus hijos al fuego de los cañones de la guerra y luego los que la sobrevivieron, los que marcharon otra vez al frente y se salvaron pero que hubieron de enterrar luego a sus seres queridos cuando la maldita enfermedad hizo el resto. Aquel ángel fue uno de ellos. Uno de los caídos. ―George Bailey… sé lo que te pasa por la cabeza. El ángel no era de peroratas ni de sermones. Fue siempre un granjero práctico que miraba al cielo y rezaba por su familia. Y tenía claras sus instrucciones, salvar a George Bailey, al hombre casado, buen padre, buen hijo, gran soporte para la comunidad en la que aportaba su mejor talento con su pequeña empresa. Porque almas como aquellas serían necesarias para el nuevo renacer. ―Valgo más muerto que vivo ―lloriqueaba George―. Quisiera no haber nacido.
El ángel suspiró. Tantas veces había sentido aquello en vida. ¡Tantas otras habían sido sus esfuerzos tan vanos y fútiles como el florecer de cualquiera de sus almendros en febrero, ese que no trajo después cosecha alguna! Pero tenía una idea y le dijo a George: ―Vale, tienes razón, hagámoslo. Hagamos que no hayas nacido, y demos una vuelta para ver que habría sucedido entonces.
Hubo un silencio. Dicen que cuando los hay es porque un ángel pasa a nuestro lado, aunque en esta ocasión se oyeron muy lejos unas campanadas y luego el silencio continuó retumbando por un rato indefinido. George cerró los ojos de puro abatimiento y cuando los abrió el día amanecía y la luz despuntaba al día de Navidad de 2020. Arrancó instintivamente y se puso a circular muy lentamente con su vehículo, confuso todavía. El ángel había marchado, y la cencellada se desparramaba por la ciudad. La niebla lo envolvía todo. Lo primero que hizo fue dirigirse al área del Hospital Universitario. Pero la ciudad era muy diferente, mucho más pequeña, mal asfaltada, las aceras parcialmente construidas y las casas bien diferentes a las que él había conocido hacía horas antes, ahora más feas y maltratadas. Pero cuando llegó al hospital… fue su sorpresa mayor… pues allí no había nada. Salió fuera del coche, preguntó a un tipo que le miró sorprendido, no comprendía la pregunta. Lo más parecido que tenían era un denominado Centro de Emergencia donde se hacinaban los enfermos. Le dio indicaciones para llegar. George llegó y encontró un espectáculo horrible. La gente esperaba sin orden y dentro había camas y camas repletas de enfermos. No había apenas médicos y los que había no portaban ningún equipamiento de protección y carecían de medios. Nadie hacía caso de nadie. Al rato por fin encontró a su madre, arramblada en una esquina, sin ningún tipo de soporte vital y sola, él la había dejado en la UCI la noche anterior… pero aquello era mil veces peor de lo que habría esperado. Un enfermero le explicó que no se podría hacer mucho más por los enfermos de aquella área, carecían de alternativas, de cualquier medicina…tan solo podrían sedarles. Pero como aquella mujer ni siquiera era su madre, pues George no había nacido en esta nueva realidad, cuando quiso acercarse para consolarla no se lo impidieron y le empujaron fuera entre gritos desesperados: ―¡Mamá!
Casi a punto de desmayarse unos brazos le recogieron, eran los de su ángel, que lo supo llevar al coche casi a rastras. George le dio indicaciones para que fueran a su casa familiar, quería ver con rapidez a su mujer a sus hijos. ―Ayer me enfadé con ellos. No hacen más que molestarme… ―Son pequeños, y ellos y tu mujer te necesitan… ―respondió el ángel lo más dulce que pudo. El ángel como buen ángel pronto se hizo con el volante y guiado por un instinto mágico e inexplicable supo guiar a George a la que hubo sido hasta el día anterior su casa familiar. George la reconoció malamente porque era aún el viejo caserón familiar que heredó su mujer y que habían prácticamente reconstruido cuando se fueron a vivir. Allí estaba, tal cual debía había ser sido en sus orígenes o mucho peor, pues el tiempo de su no-existencia lo había deteriorado impíamente, sin ningún tipo de renovación o mejora. George atravesó un pequeño jardín reseco con restos de bolsas y otros desperdicios y llamó al timbre. Siendo la hora que era de la mañana tardó en aparecer una mujer, ¡su esposa!, que se asomó por la ventana, con bastante mal aspecto. Lo gritaba para que se fuera y no le reconocía. ―¿Qué la ha pasado? ―se giró George con la cara desencajada para preguntar al ángel. ―Creo que nunca se casó, o si lo hizo creo que no debió durar la pareja o quizás el amor se agotase pronto. Tuvo hijos, aunque ellos no quieren vivir más con ella. No es que sea mala madre. Sucede que no ha tenido a la persona correcta… cerca. Eso está terminando con sus últimas esperanzas.
La ventana se cerró y George se quedó mirando la casa derrengada esperando que algo cambiase. No sucedió nada. Sintió la mano del ángel barrigón que le empujaba al coche, pues aún tenían otra parada en su extraño viaje de Navidad. Condujeron por autopistas mal equipadas. Todo el mundo era mucho más pobre. No podría ser la enfermedad responsable de todo aquello. Cuando llegaron al polígono industrial aún quedaba gente en sus puestos y algunas luces iluminaban los rótulos. En Navidad no se trabajaba… pero se sorprendió por el trasiego. ―¿No paran la fábricas hoy?¡Yo nunca lo hubiera permitido! Respondió el ángel: ―No te equivoques, los tiempos ahora son distintos en esta otra realidad en la que no existes. No es solo tú negocio, a todos les pasa lo mismo. Se cierne también una grave crisis… pero ahora es mucho peor… no es solo la enfermedad lo que mata, es el hambre y la falta de recursos para enfrentarse. Muchos no tenían trabajo y ahora el resto se quedan sin él… las ayudas llegan tarde y… ―¿Pero no tienen planes?¿No van a hacer nada? ―preguntó George Bailey. George, tú les faltas. Y otros tantos como tú también se sienten débiles y tomaron decisiones parecidas como la que has tomado tú anoche y decidieron saltar del barco de la responsabilidad y de seguro que han dicho a sus respectivos ángeles salvadores que no quieren haber nacido. Todos ellos faltan, no están y su obra no ha existido. Tanta gente necesaria que no hay tendrá de seguro sus consecuencias…¿no te parece a ti?
George salió del coche atormentado. Dio un porrazo a la puerta. En ángel se atusó la barba, esperaba que aquello no se le fuera de las manos. Se recompuso la mortaja y acompañó a George hasta llegar a sus oficinas. La empresa de George estaba en condiciones deplorables. Fea, sucia, para nada era la bonita empresa de innovación y negocios digitales, la niña mimada de las aspiraciones de George… era un chiringuito ridículo. Quizás ni tan siquiera se dedicase a lo mismo… o al menos había cartelones con productos que llamaron a George la atención por su abandono y falta de atractivo. Subió las escaleras y llegó a la gran sala de reuniones, y al fondo, su despacho. Se abrió justamente en aquel momento y apareció que hubiera sido su socio y su amigo, aunque evidentemente tampoco le reconoció. ―¿Cómo ha entrado aquí?¿Quién es usted?¿Qué quiere? Estaba mucho más viejo y desaliñado. No era la enfermedad, que seguro también se cebase en su familia, era que… sin George, aquel sueño que habían tenido de jóvenes… ya no había existido y aquello no era sino un mal trance, una vida sin sentido y mal representada. Juntos, en equipo, eran invencibles, pero él solo… aquel proyecto no conducía a ningún lugar… sus ideas solas no habían tenido éxito alguno. Salió corriendo, el ángel se disculpó levemente del que debiera haber sido su socio y persiguió a George escaleras abajo. Se escuchó un golpe sordo. Al alcanzarle, la sangre del ángel se le heló y un grito se escapó de su garganta. George había resbalado en su huida, había caído y había rodado. Su cuerpo yacía inerme justo a sus pies.
Dicen que cada Navidad debiera ser un punto y aparte en nuestros enfrentamientos. Una oportunidad para salir del río de la incomprensión y de los conflictos que nos acechan. Cueste lo que cueste. Aquella Navidad del 2020 fue realmente especial porque nuestro angelote gordinflón, aquella alma que vagaba buscando sus alas, amortajado y enterrado en cualquier fosa común, muerto por la gripe española hacía cosa de un siglo, encontró finalmente la misión que habría de valerle su gran premio y deseo.
Cuando George despertó lo hizo en una cama de hospital. Su mujer le sonrió al verle abrir los ojos (no se había separado ni un instante de él) y pronto vinieron sus hijos y le besaron. Lamentaba tanto haberles reñido y haber sido tan gruñón con todos ellos. Le reconfortó enormemente sentir su abrazo, se lo quería decir y ellos le tapaban los labios y le explicaban que no pasaba nada, que se habían cargo de sus preocupaciones. A George le dolía terriblemente la cabeza. La tenía vendada, le dijeron que la fractura no parecía preocupante, que se había caído de las escaleras de su oficina. Uno no puede quedarse hasta tan tarde en Nochebuena. Su socio le había encontrado sin sentido. Si no se hubiera preocupado le habrían hallado muerto y desangrado el día de Navidad. En el hospital había pasado un par de días en un extraño trance, gimoteando sin parar y como hablando con alguien más. El despertar era el mejor síntoma, todo iría bien. Eso sí, debería tener reposo, aunque le dijeron que podría volver a casa antes de fin de año. Por la ventana de la habitación pudo reconocer la misma ciudad de siempre, activa y vital, ocupada en resolver su tránsito y superar la pandemia. Como si no hubiera cambiado nada.
Por la tarde apareció el socio, en realidad su mejor amigo. Venía acompañado de uno de los trabajadores. Habían llegado en la empresa a un importante pacto. Todos se apretarían el cinturón y sacarían adelante los proyectos y buscarían otros nuevos. Pero nada se cerraría, nadie perdería su empleo, aquella pandemia y la crisis no podrían con ellos. Porque hasta ese momento George había acompañado a todos ellos y se había sacrificado, conocía a cada una de sus familias y sus necesidades, había sido comprensivo y respetuoso con sus todos problemas. Y el mejor regalo de aquella Navidad sería permanecer juntos. De esta manera llegaría tiempos mejores.
George se quedó solo la habitación. Pasaron las horas, y con el final de la tarde vino la penumbra. Seguía confuso, seguía sin saber si era Navidad o el día posterior a ella, y sentía un dolor no ya físico, sino emocional. Fue entonces cuando aquel hombre, el angelote que lo había acompañado se materializó a su lado. No llevaba el sudario sino un deslumbrante y hortera traje de lentejuelas que brillaba sobremanera. De su espalda sobresalían unas hermosas alas, alas de ángel redentor de primera clase, y las batía al compás de un ridículo paso de baile. El angelote se apretó la barriga, hizo un giro para mostrar su atuendo al completo y se acercó a George para decirle al oído: ―Bueno, amigo. ¿Qué te parece? George asintió y sonrió. Fue una tímida sonrisa, pero lo fue sin duda, y respiro hondo pues hacía tiempo que no sentía aquella paz en su interior. ―Se me olvidaba. Al salir del río, cuando me salvaste, encontré esto. Es tuyo… toma. Y el ángel le entregó su móvil. E hizo un leve gesto de despedida mientras comenzaba a desvanecerse.
George ya tenía su móvil entre las manos. Y parecía que aún funcionaba. De repente la pantalla se iluminó, le entraba una llamada, y ponía «mamá». George descolgó y detrás escuchó la voz de la enfermera de la UCI. No querían que se preocupase, porque… ella también había despertado aquella misma mañana. Los milagros son así, hay veces que se dan a pares. Es maravilloso. Luego escuchó la vocecita de ella, y aunque cansada y un tanto apagada, todos esperaban se recuperase pronto.
La vida es esto. No hay batallas que se ganan o se pierden por completo y es nuestro deber estar al cañón, hacerlas nuestras día a día. Porque los demás nos necesitan… no podemos fallarnos los unos a los otros. George Bailey aprendió que la Navidad puede llegar todos los días si pensamos así. Tan solo tendría que seguir siendo lo que había sido hasta entonces: una buena persona.
Este fue su regalo y éste espero que lo sea de todos vosotros al compartirlo.