Tempus Fugit / El torbellino de la ciudad

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La lechuza ha tejido la siguiente reflexión sobre el tiempo y los torbellinos de la ciudad. Las prisas y los trabajos que nos arrancan la vida.

«Es el torbellino de la ciudad donde duerme la miseria propia de las clases absurdas, de los cincuentones empeñados en el triunfo propicio de la dura maquinaria o la de los becarios que asistieron al postrero maratón pornográfico y que llegaron borrachos a sus puestos de trabajo; es el torbellino donde la miseria duerme, la puta miseria de los ejecutivos que vendieron sueños y trucaron libertad en barracas, todo ello remachado por una borla de acero pulido. Es este un viaje atroz de la vejez que nunca exhibiremos, a lo ñoño, en parte a lo no valiente. Somos dueños del círculo vicioso de las cerraduras vigiladas y parece mentira que suba tanto la marea (y que baje la bolsa), que fumar sea un deporte perseguido y domiciliado y que la noche sepa a mocedad devanada y a sepia a un mismo tiempo; que sea éste un dolor ácido como la miel de los funcionarios, un sabor a cultivar entre los minerales de los huertos de los profesionales solteros, en los estudios apantallados por los creativos, en las pestañas a las que nunca perteneceremos pero que sudamos con la boca clausurada, palabras a las que también debemos regresar tal vez de madrugada o quizás por las tardes tras un largo paseo entre confesiones apegadas y cañas. Somos huérfanos de nuestros encéfalos, somos camaradas asesinados por las codorniz de las oficinas, por su canto de nueve a cinco todos los días, por los niños numerados de los departamentos contables que no educaremos jamás, por las cautivadoras de lamentos telegráficos, por las fisgonas de los confesionarios y las porterías, por los financieros y sus porcentajes subrogados fuera de plazo, por las pájaras que se beben nuestro vino y lo vomitan, por el amontillado, inclusive por aquel jerez que nunca llegó a fabricarse, quizás por la pájara primavera que vemos pasar en la ventana, por la puta mocedad que entregamos en aquella propicia quintaesencia que se nos escurrió el día que nos besaron justo a tiempo, aquel preciso día que construimos nuestro C.V. de lágrimas, entre rosas de granito y cerros ahumados desde los que nos descolgamos en un lamentable vuelo de águila. En el torbellino de la ciudad nos paseamos y nos buscaron las manos o los codos o las extremidades y luego nos miraron tanto a los dientes, blancos y desgastados, y andamos a gatas y reptamos por las aceras hasta hacernos heridas y si hacía frío entonces nos arropamos más pero nunca será suficiente para amamantarnos con deseo: es el torbellino de la ciudad donde la muerte vino como habría llegado antes el tren de las tres, como habríamos comprado el periódico con puntualidad metódica durante veinte años seguidos, como nos auscultaba el doctor cuando nos dolía el pecho y tosíamos, como nos limpiamos la pus de los ojos, como nos follamos entre las sábanas calientes de la madrugada. La muerte vino y fue menester acompañarla, eran sus dientes fríos y sus cuencas algo cerradas y sus orgullos y sus gusanos ociosos de podredumbre. Llegó la muerte y se nos llevó al valiente capitán de fragata, al policía uniformado de duende, al filósofo de pavanas, al constructor de lutos y cenefas, al meneador de aljibes de calima, al porteador de plagios, al obrero de almonedas y presagios, al libelo de los escrotos, al musicólogo adiestrado en clave de fa, la muerte que se nos llevó sus espumas y nos dejó el mismo torbellino de la ciudad liberada, la ciudad mística que solíamos rodear de este a oeste para emborracharnos, la misma ciudad que acompañamos y meamos y paseamos con sus setenta costuras abiertas, la ciudad que visitaron nuestros abuelos, que levantamos y retrocedimos en cerros místicos, que vomitamos cuando otros se la gastaban en las bibliotecas, la ciudad que pertrechó la muerte de (co)razones y tramontanas. Solo entonces habría de llegar el gran mago imberbe, y con su inmensa borla insólita insinuar la vaga palabra mágica del destino que tejería el sueño. Será solo entonces cuando por fin nos transfiguremos en la virtuosa máquina. »
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